sábado, junio 25, 2005

Fase 08 - De Lauren y la Otra Persona

-Oye, Hombre… ¿Estás bien?-. Gem estaba agachado a su lado. Vincent se secó los ojos y se limpió la boca con el dorso de la mano. Recostado sobre una lápida contigua a aquella en la que había vomitado, levantó la cabeza para mirar a CoolDive.
-¿Qué se supone que es esto? ¿Un chantaje de algún tipo? ¡¿Qué coño queréis de mi, eh?! ¡Ya he pagado por aquello! ¡Veinticinco años! ¡¿Qué es lo que queréis ahora, cabrones?!-. Las lágrimas inundaron de nuevo sus ojos, al tiempo que empujaba con fuerza a Gem. Éste cayó al suelo, atónito. Vincent se levantó y se acercó de nuevo a aquella lápida. Allí estaba su nombre.

Lauren Harris (2000-2040) tu hija no te olvida

Lauren Harris… Piedraluna. Vincent recordó la última conversación que mantuvo con ella a través de internet. Fue el once de enero de 2015, el día en que él cumplía quince años. El día en que un simple clic de ratón cambió el mundo. El día del Necronomicón. Aquello fue por el mediodía, pero esa misma tarde se vieron en persona, y aquel si que fue el último encuentro. Tras despedirse y separarse, caminando cada uno en una dirección, todo ocurrió de pronto. Vincent nunca llegó a su casa, pues un grupo de policías le esperaba. La orden de detención estaba dada, y él pasaría los veinticinco años siguientes en la cárcel. Y nunca más supo de ella. Y ahora que había vuelto, se encontraba con esto. Lauren debería ser una mujer de cuarenta años con más de media vida por delante, igual que él. Pero no era así. Ella estaba muerta.

-Si sirve de algo, te diré que ocurrió antes de que volvieras. No podrías haberla visto de todos modos. Sé que es duro, Hombre, especialmente después de haber pasado el último cuarto de siglo encerrado, pero es lo mejor. Saberlo cuanto antes, quiero decir, y verlo con tus propios ojos. Yo…-. Gem dudó unos segundos. Mientras tanto, Vincent seguía mirando la inscripción. Se encontraba en cuclillas, y con su dedo seguía el contorno de las letras. Parecía estar en trance. –Yo… lo siento, Hombre.
-¿Cómo murió?- Vincent parecía haberse recuperado de pronto. Se puso en pie y se encendió un cigarrillo, mientras esperaba una respuesta. -¿Cómo murió?- repitió. Pero Gem no respondió. En lugar de eso, dio media vuelta y comenzó a caminar de vuelta a la estación de metro.

-¿Estás solo?- Vincent levantó la cabeza y quedó helado ante lo que vio. Sólo tenía diez años, pero podría asegurar que aquella era muchacha más hermosa que había visto en su vida. La niña le miró directamente a los ojos, desafiante. -¿Puedo sentarme?- y, sin esperar una respuesta, se sentó a su lado. -¿Cómo te llamas? ¿Cuántos años tienes? ¿Qué haces aquí solo?
-Me llamo Vincent, tengo diez años y estoy aquí para ver una película. Quería hacer cola, pero… parece que no hay ninguna cola que hacer.
-Bueno, aún queda una hora para que empiece la sesión. No a todo el mundo le apasiona el cine tanto como a ti, Vincent. Encantada. Me llamo Lauren, y tengo diez años también. En realidad, los he cumplido hoy. ¿Qué película vienes a ver?
-Oh, es… es una película extraña. Ciencia-ficción. Se llama Thicca. ¿Qué vienes a ver tú?- Vincent sintió por primera vez en su corta vida interés por una persona del sexo opuesto. ¿Qué tenía aquella niña de especial?
-Bueno, vengo a ver una película de animación con mis padres. Están arriba, comprando las palomitas. Empieza en media hora. Ni siquiera sé el título de lo que vamos a ver. Creo que preferiría ver esa de la que hablas, Thicca. Seguro que es más interesante-. La niña dudó unos instantes. -Oye, Vincent, ¿por qué no me das tu dirección de contacto?- de nuevo sin darle tiempo a responder, la chica se puso en pie, sacó un papel y un boli de su bolsillo y garabateó algo en él. Luego hizo una bola con la nota y se la arrojó a Vincent al pecho. -¡Hasta luego, Vincent! ¡Disfruta de tu película!
Lauren subió corriendo los escalones, al encuentro con sus padres, que sostenían a duras penas tres enormes paquetes de palomitas y tres vasos con refresco. Vincent se quedó mirándola hasta que desapareció en el pasillo que conducía a las salas de proyección. Recogió el papel y lo estiró, y encontró escrito en él una dirección de contacto. Sentando en los escalones de la entrada del cine, Vincent dibujó en su cabeza la imagen de la cara de Lauren. Y, de pronto, se dio cuenta de que tenía una estúpida sonrisa cruzando su cara.

Corrió colina abajo hasta alcanzar a CoolDive, que ya cruzaba el portón de hierro. El resto del camino hasta la estación y el viaje en metro transcurrió en el silencio más absoluto. Hasta que, tras diez minutos de trayecto, Gem pareció recordar algo de pronto.
-Escucha, Hombre. Tienes que acompañarme a un lugar. Quizá no te parezca el momento más apropiado y prefieras irte a tu apartamento a beberte unas cervezas y fumarte unos cigarros tumbado en el sofá añorando tu adolescencia, pero esto es realmente importante. Estamos hasta el cuello, tú y yo. Y no somos los únicos. Así que ven conmigo y te daré algunas respuestas.

Tras otros diez minutos de viaje subterráneo, Gem se levantó. Habían llegado, y ambos bajaron del metro. Esta estación tenía mucho mejor aspecto que las otras dos, y además disponía de un enorme ascensor. Subieron una distancia que Gem especificó como ciento treinta metros, y aparecieron en medio de una transitada avenida. En la fachada del edificio que había frente a la salida del metro, alguien había escrito con grandes letras una críptica frase: “etereo existe – quiero mi pasado”. Vincent vio una enorme cantidad de personas andando en todas direcciones. Algunas de ellas circulaban en bicicleta y otras iban en un amplio tranvía que discurría por el centro mismo de la avenida. Pero no vio un solo coche.
-Mira al cielo, Hombre. ¿No tiene un color precioso? Es la ausencia de contaminación. En 2027, la Unión De Naciones publicó el Nuevo Tratado por la Conservación del Medio Ambiente, prohibiendo todos los medios de transporte que usasen combustibles contaminantes, y, en las ciudades más avanzadas, el uso de cualquier tipo de transporte privado. Resultó que tuvimos tan mala suerte que fuimos elegidos ciudad avanzada y se nos negó la posibilidad de tener nuestros propios coches, incluso aunque fuesen eléctricos. Por eso ahora tenemos tantas líneas de metro y tranvía, todas gratuitas, y hay bicicletas para todos. Faltaría más. Si nos prohíben el transporte privado, qué menos que disponer de un equivalente público gratuito, ¿no te parece?

CoolDive entró en un pequeño edificio. Subieron treinta plantas en ascensor, y se encontraron en un largo pasillo lleno de puertas. Gem se detuvo ante una de ellas, con el número 3009. El joven introdujo una llave en la cerradura y abrió la puerta. Vincent le siguió hasta el interior del apartamento, oscuro y bastante desastrado. En el fondo no se diferenciaba demasiado de su propio piso. Gem caminó con desgana hasta un sofá situado en la pared derecha del salón y se dejó caer en él, al tiempo que sacaba un paquete de tabaco de su bolsillo y se encendía un cigarrillo.

-¿Cuántas veces tendré que decirte que eso mata, CoolDive?- la voz suave de una mujer pilló por sorpresa a Vincent. Adaptando los ojos a la oscuridad, reconoció una segunda silueta en el sofá. La figura extendió un brazo y encendió una lámpara de pie, iluminando la habitación. Vincent vio entonces a la chica que había hablado, y se quedó completamente paralizado. Ella.
-Hola, Vincent. Yo soy Erin.
Así que se llamaba Erin. La chica de la semana anterior.
La niña de los veinticinco mil créditos.

viernes, junio 24, 2005

Fase 07 - De la Primera Visita al Lugar

El chico en frente de Vincent parecía despreocupado. Con la mirada fija en la lista de ingredientes impresa en la lata de Acid, alternaba sorbos de la bebida con caladas del cigarro. Parecía esperar tranquilamente una reacción por parte de su interlocutor. Sin levantar la vista de la lata, comenzó a murmurar.

-Acid. Bebida energética. Preparado para mejorar el rendimiento en momentos de esfuerzo mental y físico. Ingredientes: agua, sacarosa, glucosa, riboflavina, cafeína, taurina…- se interrumpió para dirigirse a Vincent. -¿Sabías que hay gente que se cree que la taurina proviene del semen de toro? Me pregunto de donde sacarán semejantes estupideces.- volvió a bajar la mirada, mientras movía los labios, leyendo en silencio.
-¿Cuántos años tienes, Gem?- preguntó Vincent de pronto. El chico levantó la cabeza.
-Quince años. ¿Cuántos tienes tú? Cuarenta. Sólo preguntaba por parecer educado. Ella me discutía tu fecha de nacimiento. Diez de enero, decía. Y yo le decía que el once. ¿Y bien? ¿Cuándo es tu cumpleaños, Hombre?

-Tú ganas. ¿Qué sabes de mí? ¿Qué es lo que quieres? ¿Y a quién te refieres con ‘ella’?
-Sé bastante más de lo que te imaginas. Ya has visto que sé quien eres y lo que hiciste hace veinticinco años. Pero también sé a quién buscas, y por qué. Y creo que en eso podemos ayudarte. Aunque me temo que, en realidad, va a ser difícil.- CoolDive apuró el último trago de su bebida y aplastó el cigarro contra el cenicero. –La Unión Digital está detrás de ti, como supondrás. Ellos lo quieren tanto o más que tú, pero llevan veinticinco años buscándolo y aún no tienen ni una mísera pista. Por eso ahora te persiguen. Creen que si siguen todos tus movimientos, tarde o temprano les conducirás hasta eso. ¿Y bien? ¿Qué hiciste con ello? ¿Dónde lo guardas?
-No tengo ni la más mínima idea de a qué te refieres-. Vincent se estaba hartando de aquella conversación, pero el chico no parecía tener el menor interés en marcharse.
-Sabes perfectamente de qué estoy hablando, Hombre. Del archivo ejecutable del Necronomicón. De la copia. No eres tonto, yo tampoco, y ellos menos que nadie. Todos sabemos que hiciste una copia de seguridad del virus, y que la guardaste en un lugar seguro. Nunca se ha encontrado. Nadie sabe nada del Necro, y hacerse con él… bueno, imagínatelo. Si la Unión Digital ya tiene el control de la red, con una copia de tu virus en las manos se harían con el poder absoluto. Últimamente algunos países han declarado sus intenciones de separarse de la Unión De Naciones. Pero si ellos tuviesen el virus, todo estaría bien atado. Nadie abandonaría la UN sabiendo a lo que se enfrentarían en semejante situación. La Digital los tendría en un puño. Si abandonas la UN, tu red de comunicaciones vuela por los aires. Así de sencillo.

-No, no es tan sencillo. No tienes ni la más mínima idea de lo que estás hablando. Esto no va de separatistas o conspiraciones mundiales. Si quieren el archivo es por un motivo mucho más complejo, y no guarda ninguna relación con argumentos de película. De todos modos, yo no hice ninguna copia. Esa copia de la que hablas nunca existió. Me temo que habéis estado veinticinco años perdiendo el tiempo.
-¿Hemos? ¿Insinúas que yo…? Espera, no me puedo creer lo que oigo. ¿Me juego el culo entrando en tu ordenador sin que ellos se enteren para ponerme en contacto contigo y tú me vienes con que soy un espía?-. CoolDive soltó una carcajada. –De todos modos sé de algo que probablemente te refrescará la memoria. Creo que hay algo que te interesaría ver. Acompáñame y verás cómo está la situación ahora mismo. Aunque me temo que no va a gustarte, no hay otra opción. No puedes seguir engañándote a ti mismo, ni engañándonos a nosotros-. Gem se puso en pie. –Invitas tú, ¿no, Hombre?

Vincent no sabía que pensar. ¿Quién era aquél chico realmente? ¿De qué bando estaba? Sabía demasiado para ser tan joven. Parecía claro que CoolDive las tenía todas consigo, estaba demasiado seguro de sí mismo. Dudó de si todo eso podría ser una trampa, pero ¿qué tenía que perder? Llevaba los últimos veinticinco años fuera de combate. Nada importaba ya. Vincent se acercó a la barra y pidió la cuenta. Las dos consumiciones resultaron sumar doce créditos, lo que le pareció excesivo para un local de aquella clase, pero se encaminó hacia la puerta, empujando al chico con el hombro. Gem masculló algo, pero él hizo caso omiso y continuó con su camino. Una vez fuera del bar, Vincent se detuvo para encenderse un cigarrillo. CoolDive se puso delante y comenzó a caminar con velocidad. Pronto se encontraron en un cruce con una enorme avenida. Vincent dudó unos instantes y luego recordó ese lugar. Era la avenida donde se había encontrado con la chica misteriosa una semana antes. De hecho, la calle en la que estaban era la misma en la que la chica desapareció. Sintió un escalofrío al recordar la escena.

Gem continuó caminando, hasta llegar a la misma estación de metro por la que Vincent saliese al mundo hacía siete días. En silencio, bajaron una enorme cantidad de escaleras mecánicas.
-El sistema de alcantarillado de esta ciudad era un desastre. Iniciaron unas obras de remodelación hace veinte años, pero pronto descubrieron que les salía más rentable construir un sistema completamente nuevo, y claro, tuvieron que hacerlo por debajo del anterior. Entonces las nuevas obras provocaron derrumbamientos en algunos de los túneles del antiguo metro, así que aprovecharon los nuevos agujeros para hacer una nueva red de transportes más por debajo aún. Cuando bajemos este último tramo de escaleras, estaremos a unos ciento veinte metros bajo tierra. Se dice que hay gente viviendo en el viejo metro y las viejas alcantarillas, pero yo creo que eso son bobadas. Los oscuros no existen. Claro que cuando caminas de noche por la calle y de pronto oyes gemidos que provienen de las viejas alcantarillas, te replanteas cuantas de las leyendas urbanas que te han contado son ciertas. Como la del semen de toro.
-Supongo que tengo que fingir interés.
-Lo siento, Hombre, no pretendía romper este ambiente tan encantador.
Llegaron al andén, y antes de que pudieran sentarse, escucharon un eco lejano que indicaba la proximidad de un tren.
-Es el nuestro. Este andén sólo tiene una dirección. El otro está aún más por debajo. No se a qué se debe, pero a esta profundidad resulta más sencillo construir los túneles unos debajo de otros y no en horizontal. Ya está aquí.

Montaron en el último vagón, que estaba completamente vacío. Por lo que Vincent pudo ver, no parecía haber nadie en todo el tren. Miró a su reloj: eran las seis menos veinte de la tarde. Durante la última semana, había notado que la ciudad permanecía inexplicablemente tranquila a esas horas de la tarde, sólo Dios sabía por qué. Un silencio espectral se adueñaba de todas y cada una de las calles de la ciudad, y, al parecer, bajo tierra ocurría lo mismo. Cinco paradas después, Gem se puso en pie y se dirigió a la puerta del vagón. Vincent le siguió sin articular una sola palabra. El tren les dejó en una estación oscura y siniestra. Un nuevo escalofrío recorrió su espalda. La ropa sucia se amontonaba sobre los bancos y las papeleras desbordaban basura. Todos paneles electrónicos de información estaban rajados, y, por supuesto, ninguno de ellos funcionaba. De las quince placas de iluminación que Vincent pudo contar, sólo dos funcionaban. Una de ellas estaba en el otro extremo del andén, y la otra, que estaba justo encima de ellos, parpadeaba de una manera terriblemente molesta. La angustia se apoderó de su cuerpo, pero entonces CoolDive se encaminó a la salida. Vincent vio sus peores temores confirmados cuando descubrió que las escaleras mecánicas tampoco funcionaban. Pero al parecer se encontraban en una zona más baja de la ciudad, y sólo dos pisos les separaban de la superficie. De pronto, la luz del sol inundó sus retinas. Parpadeó rápidamente al tiempo que intentaba reconocer el lugar en el que se encontraban.

Al principio sólo veía árboles. Se preguntó que sentido tenía una parada de metro en medio de un bosque, y entonces comenzó a vislumbrar los pequeños edificios. Cuando recuperó totalmente la vista, Vincent reconoció lo que antaño debía haber sido una bonita zona residencial, con calzadas de adoquines, fuentes en cada esquina y pequeñas casas de dos pisos con bonitos jardines cuidados hasta el más mínimo detalle. Pero ahora los matorrales habían crecido arrancando los adoquines del suelo, las fuentes estaban cubiertas de moho y la mitad de las fincas se había venido abajo. La imagen resultaba sobrecogedora y Vincent se preguntó qué habría ocurrido allí para que el lugar estuviese en un estado tan lamentable. Cuando se giró para dirigirse a Gem, vio a éste doblando la esquina más cercana, y tuvo que dar grandes zancadas para alcanzarle.

La calle por la que caminaban ahora estaba ligeramente inclinada hacia arriba y moría en unas enormes columnas de piedra que flanqueaban una gran puerta entreabierta de metal oxidado. CoolDive se introdujo ágilmente entre el espacio disponible, y Vincent le siguió. Subieron por un camino de tierra hasta llegar a lo alto de una pequeña colina cubierta por la hierba. Fue allí donde las vio. No había reparado en ellas hasta que se detuvieron, pero habían estado allí desde que salieron de la estación de metro. Dio una vuelta completa sobre sí mismo, atónito. Desde allí, la vista era sobrecogedora. Vincent y Gem se hallaban rodeados de lápidas. Lápidas por todos lados, en todas direcciones, hasta allí donde la vista alcanzaba, de todas las formas, tamaños y colores. Vio una de las fincas derruidas en una esquina. Su jardín estaba plagado de lápidas. Todo el barrio al que habían salido era un enorme cementerio.

Gem se agachó delante de una de las tumbas. Vincent miró la losa. Alguien había escrito con spray rojo las letras K U M.
-Ven, acércate, Hombre. Lee esto.
Se sentó sobre sus rodillas al tiempo que inclinaba su cabeza hacia delante para poder apreciar bien el grabado bajo la pintada. Y cuando leyó la inscripción, Vincent notó el tercer escalofrío del día. Intentó ponerse en pie, pero todo comenzó a dar vueltas y cayó de nuevo al suelo, sintiendo náuseas. El mundo se vino de pronto abajo. Se acercó gateando a una lápida cercana, y con un espasmo incontrolado, Vincent comenzó a vomitar.

martes, junio 21, 2005

Fase 06 - De los Dos Primeros Encuentros

No había dejado de llover en todo el día. Era lluvia fina, esa casi imperceptible que uno no siente caer contra su cabeza o contra su cara, como si las pequeñas gotas de agua sucia careciesen por completo de consistencia. Uno se daba cuenta de que estaba lloviendo porque veía el suelo mojado y el cielo cubierto de nubes. Aquella situación era engañosa, porque nadie usaba paraguas, dando por supuesto que era innecesario, hasta que, al cabo de unos minutos al descubierto, uno descubría de pronto que estaba calado hasta los huesos y, entonces, ya no tenía remedio.

Vincent se detuvo en la salida de la boca del metro, resguardado de la lluvia. El agua chorreaba escalones abajo y desaparecía por la rejilla del desagüe que había bajo sus pies. Con un leve movimiento de mano, sacó un cigarrillo del paquete y se lo puso en la boca. Justo cuando sacaba el mechero del bolsillo, pareció pensárselo mejor. Vincent guardó el cigarro y el mechero de nuevo, agachó la cabeza y subió los escalones de dos en dos para salir de nuevo a la calle. Se encontraba en una enorme avenida desierta. Los edificios a ambos lados de la calle eran viejos y estaban descuidados, sensación acrecentada por el gris general que bajaba desde los nubarrones en el cielo hasta el asfalto de la calzada, manchando de ese mismo color los árboles que adornaban la acera y las fachadas. Y todo estaba mojado.

Vincent comenzó a andar rápidamente a lo largo de la avenida, escuchando sólo sus pasos contra el suelo y el susurro de la lluvia. Pronto llegó a un cruce y se detuvo, indeciso. Entonces fue cuando se dio cuenta. Justo en el momento en que se detuvo, pudo escuchar unos pasos lejanos, que se pararon un instante después. Había alguien más en la avenida, y se había detenido al mismo tiempo que él. Vincent se giró, buscando con la mirada algún indicio, pero no pudo ver nada. En una calle tan grande y tan vacía, aquél que le estuviese siguiendo lo tendría fácil para esconderse, al tiempo que era imposible perder de vista a su objetivo. Vincent miró a su alrededor. Obviamente, no iba a poder esconderse entre la multitud, pues no había multitud alguna. Soltó una maldición en voz alta y siguió andando. El sonido de los pasos ajenos reanudó, y justo entonces, él se dio media vuelta, encontrándose cara a cara con la otra persona.

La chica le miró a los ojos, asustada. Vincent no hubiera podido adivinar si era así de pálida o si el color de su piel se debía a la sorpresa. Ella tenía el pelo castaño y liso, y caía casi hasta su cintura. Sus ojos eran enormes y verdes y su rostro, de líneas sencillas, resultaba agradable. Calculó mentalmente que la muchacha debía tener unos catorce o quince años. Una chica como aquella no era precisamente lo que Vincent esperaba encontrarse. ¿Quién era entonces? Entornó los ojos. Por algún motivo, aquella cara le resultaba terriblemente familiar. Solo que aquello era imposible. Él había estado fuera los últimos veinticinco años. No podía conocer a nadie de esa edad. A no ser que…

-¿Vincent?- preguntó la niña de pronto.
-¿Cómo dices?
-Eres Vincent, ¿verdad?-. La niña dio un paso hacia delante. De pronto, con un gesto brusco, metió la mano en el interior de su abrigo. Un momento después, sacó un arrugado sobre de papel marrón. –Me dijo que te diese esto… Hubiera querido estar aquí ahora. Para verte. Pero… ya no está.
Vincent no reaccionó. No podía entender qué significaba aquella escena. La chica extendió su mano, y él recogió el sobre, indeciso.
-Te será de ayuda- dijo ella, y sonrió. De pronto, salió corriendo, doblando la primera esquina a la derecha. Vincent, perplejo, tardó unos segundos en reaccionar, para luego correr hacia aquella esquina. Pero la chica había desaparecido. Se había esfumado. En aquella calle no había nadie.

Pensando en lo surrealista de la situación, se dio cuenta de pronto de que en sus manos sostenía aún aquél sobre abultado. Lo sostuvo un momento con las palmas abiertas, observándolo con el ceño fruncido. Guardó el paquete en el bolsillo, y caminó hasta un portal cercano para resguardarse de la lluvia. Una vez allí, se sentó en el bordillo y, esta vez sí, se encendió un cigarrillo. Aspiró el humo con fuerza hasta inundar sus pulmones y luego, mientras lo expulsaba lentamente por la nariz, sacó de nuevo el sobre del bolsillo. Tras observarlo detenidamente de nuevo, se decidió a abrirlo. Levantó la solapa y contempló atónito lo que había dentro. Aquello no podía estar pasando. Los contó detenidamente. Y luego volvió a contarlos. No se había equivocado.
El sobre contenía veinticinco mil créditos.

El encuentro con la chica había sido una semana antes. Y sin duda ella le había salvado la vida. Desde que Vincent volviese, no tenía absolutamente nada. Ni un techo donde dormir, ni trabajo, ni conocidos: estaba completamente solo, y el mismo día que regresó, apareció de la nada aquella joven para darle una desorbitada cantidad de dinero en efectivo. Durante los siguientes siete días, con aquellos créditos, Vincent pudo alquilar un pequeño y modesto apartamento, alimentarse y, finalmente, comprarse un nuevo ordenador. Tal vez hubiese sido mejor no haber hecho eso último. No había terminado de conectarse a la WiRed con su nueva máquina cuando apareció aquel misterioso pirata informático. Primero le reconoció la chica, y, una semana después, alguien llamado CoolDive se introducía en su ordenador, afirmando saber quién era. En contra de lo que esperaba antes de regresar, Vincent no iba a permanecer en el anonimato. Dos personas en una semana. No podía ser una casualidad.

Aquél era el lugar donde habían quedado, el café Ganímedes. Echó un vistazo a su reloj: pasaban unos pocos minutos de la hora, y él aseguró ser puntual. Vincent miró el interior del bar: era bastante amplio y estaba relativamente oscuro, aunque no tardó en contar cuatro clientes en el interior. No parecía un lugar demasiado popular. Pidió una cerveza al camarero, y luego se sentó en una mesa estratégicamente situada que le permitía ver tanto el interior del local como su puerta. Si CoolDive había de estar allí a la hora señalada, tenía que ser uno de los cuatro clientes. O quizá el camarero. Se encendió un cigarrillo, y mientras bebía pequeños tragos de su botella, Vincent fue analizando discretamente el aspecto de los presentes.

El camarero no parecía un tipo excesivamente despierto tras haberle hecho repetir dos veces lo que quería tomar. Ciertamente no parecía tener muchas luces, y a esa impresión contribuían la expresión vacía de sus ojos y su torpeza a la hora de andar de un lado a otro de la barra, paño en mano, limpiando obsesivamente aquello que ya estaba listo.
-¿Pretendes desgastarla? Vas a hacerle un maldito agujero a la barra- balbuceó el viejo que había sentado en un taburete. Con un vaso oscuro en la mano, tenía aspecto de haber dejado atrás la sobriedad unas cuantas horas antes, y su ropa andrajosa, junto con el hatillo que descansaba a su lado dejaban claro qué clase de persona era. Vincent se preguntó cómo eran siempre los indigentes aquellos que más bebían en los bares, cuando precisamente a causa de su condición social no deberían poder permitírselo. Dio otro trago a su cerveza y se fijó ahora en la pareja sentada en los mullidos sillones del fondo del bar. Tenían sendas tazas de café en la mesa, pero parecían estar más preocupados en hacerse una revisión física en profundidad el uno al otro. Vincent se preguntó si aquellas parejas no tendrían una casa donde intimar, o, cuanto menos, un coche. El cuarto cliente era un personaje mayor, cuya extrema delgadez y alborotado cabello contribuían a indefinir su sexo. La persona en cuestión se levantaba justo en aquél momento en dirección a la puerta del local. Al parecer, ninguno de los pintorescos habitantes del lugar era su contacto. Vincent suspiró al tiempo que cerraba los ojos y agachaba su cabeza. Cansado, sacó un cigarro del paquete. Encendió el mechero, y justo cuando se lo acercaba a la boca, un leve soplido apagó la llama.

-Fumar mata, Hombre-. Frente a él, un crío de unos dieciséis años le miraba directamente a los ojos, con una sonrisa socarrona en su boca. -¿Me invitas a tomar algo, Hombre?
-Piérdete- masculló Vincent, al tiempo que volvía a encender el mechero. En esta ocasión el chico no hizo nada. Tras dudar unos instantes, se sentó en la silla de enfrente.
-Camarero, sírvame un Acid- exclamó, y luego alargó el brazo hasta alcanzar el paquete de tabaco, y se encendió un cigarrillo.
-¿Se puede saber qué demonios te crees que estás haciendo?-. Vincent frunció el ceño.
-Si has decidido matarte, me uno. Estamos juntos en esto. Encantado, Vincent. Soy Gem.
Vincent miró fijamente a los ojos del chico, y éste le hizo un guiño.
-Pero puedes llamarme CoolDive, si lo prefieres.

lunes, junio 20, 2005

Fase 05 - Del Contacto con el Desconocido

La Unión Digital lo controlaba todo. X recordaba ahora los tiempos en los que existían centenares de programas de intercambio de archivos con los que uno podía descargarse gratuitamente cualquier cosa a su ordenador, desde películas hasta libros, pasando por discos de música, documentales o colecciones de fotografías. En aquellos tiempos se hablaba mucho de la piratería como un grave riesgo para los derechos de autor. Como dijera Arthur Conan Doyle, lo que un hombre podía esconder otro hombre podía descubrirlo, y eso era exactamente lo que ocurría. No importaba cuántos métodos se inventasen para combatir la piratería y proteger las creaciones artísticas: ninguna era infalible, y tarde o temprano uno siempre podía encontrar una versión gratuita e ilegal de cualquier cosa. Sin embargo, ahora existía la solución definitiva.

La dictadura de la red dejaba todo el poder en manos de la Unión Digital. Nada ocurría en la WiRed sin que ellos lo supiesen. El método era sencillo: el requerimiento de una Identificación Virtual para acceder a la red chocaba irremediablemente contra la idea del anonimato pero permitía un control absoluto ante cualquier acción ilegal. La Unión sabe en todo momento qué haces y quien eres. Si delinques, ellos lo sabrán, y no saldrás impune. Así pues, a X no le quedó más remedio que pagar de nuevo por aquello que le perteneció veinticinco años atrás. Al precio de cinco créditos el tema, X podía comprar cualquier canción.

Cuando tenía quince años, también existían servicios de venta de música a través de la red, pero entonces uno se descargaba los archivos en su ordenador y hacía con ellos lo que quería. Ahora las cosas eran distintas: uno compraba una canción y podía escucharla donde y cuando quisiese sin llevarla encima. En su ordenador, en su reproductor musical, en su navi. Uno no se descargaba los archivos, sino que, tras introducir su identificación virtual, podía acceder, mediante cualquier aparato conectado a la red, de la música que había comprado, en cualquier lugar. También había cambiado la forma de hacer música. Los soportes físicos de cualquier formato, ya fuesen cds, dvds o mini-disc habían pasado a la historia. Los autores ya no componían y editaban albumes completos, sino temas sueltos que publicaban cada cierto tiempo en la red. Uno podía comprar música a través de su ordenador o en cualquier tienda, y luego acceder a ella directamente. X no comprendía cómo era posible que, en la actualidad, la gente prefiriese dejar de un lado los soportes físicos. Veinticinco años antes habría sido absurdo renunciar a un cd, con su caja, su portada, sus ilustraciones y su libro de letras. Todo se había digitalizado. Incluso lo material.

Por suerte, la música más antigua se vendía a precios especiales y en packs de discos, y X sólo tuvo que desembolsar 150 créditos por la discografía completa de Kontiki, su grupo de música favorito desde antes de la llegada del Necronomicón. X hizo clic en el título del primer disco y los primeros acordes de Music For Minorities comenzaron a sonar. Un escalofrío le recorrió la espalda mientras escuchaba aquél tema instrumental, un preludio de un minuto a la segunda pista del álbum, titulada A Song For Minorities. X recordó la última vez que había escuchado ese disco, en 2015. Habían pasado veinticinco años, pero aún recordaba cada uno de los acordes e instrumentos que conformaban cada una de las diez canciones de aquél disco. Life Is A Slow Death, el álbum de debut de Kontiki, fue publicado en junio de 2010 acompañado de un enorme éxito que auguraba a la banda como la revolución del rock en los albores de aquella entonces nueva década. Cuatro álbumes siguieron a aquél, confirmando el talento de una banda que pasó a la historia de la música tras su disolución cinco años más tarde, en 2015. Fue como si, al tiempo que X caía, sus mitos cayesen con él. Como el mito de la libertad en la red, caído tras la llegada del Necronomicón. Lo que debió ser una liberación fue en realidad interpretado como un símbolo del mal que la anarquía virtual representaba en la sociedad, y se convirtió en una excusa perfecta sobre la cual se fundaron las bases de la Unión Digital: de la vigilancia surge el control, y del control surge la estabilidad. La WiRed, nombre que recibía la internet de 2040, era sin duda estable y segura, pero, ¿a qué precio?

Sí, sin duda X había sido vigilado desde su regreso. De eso no cabía la menor duda. Y aquél mensaje en la pantalla de su ordenador lo confirmaba. X no conocía a nadie, no tenía contactos. ¿Cómo le habían localizado? El mensaje que había aparecido ante sus ojos rezaba: Sé quien eres. Nada más. ¿Sabía quién era? Eso no tenía sentido. O quizá sí. La Unión Digital no perdía el tiempo. ¿Quién eres tú? Preguntó X. Eso no importa. El que importa eres tú. No podía creerlo. Sólo hacía unos pocos días que había vuelto, y ya le habían reconocido dos personas. Nada de aquello parecía tener el más mínimo sentido. Nadie podía conocerle. Nadie podía reconocerle. Hacía veinticinco años. No podía ser.

Pero era. Aquél desconocido, al parecer, se había hecho con el control de su ordenador. X no podía hacer nada más que seguir conversando. Veinticinco años antes, habría sido él quien hubiese asaltado los ordenadores de otras personas, pero ahora las cosas habían cambiado. Alguien había tomado su ordenador. El desconocido resultó responder ante el alias de CoolDive, pero X prefirió permanecer en el anonimato. Fuese como fuese, no hacía falta identificarse, ya que el otro parecía conocerle. No tienes mucho tiempo. Ella te está esperando. Maldita sea. CoolDive le dijo que estaba en peligro. Que su única oportunidad era quedar con él. Pero, ¿quién demonios era? ¿de qué le conocía? X comenzó a hartarse. Si realmente sabes quien soy, dimelo. CoolDive no se hizo esperar. Pronto apareció su respuesta.
He bloqueado tu ordenador. Los tiempos han cambiado y tú no vas a saber arreglarlo. Ya no eres un informático experto, ahora mismo tu ordenador sólo es un pisapapeles. Si quieres recuperarlo, encuéntrate conmigo.
Y, para que veas que no miento, te diré quien eres.
Tú eres Vincent.
El padre del Necronomicón.

Tú eres Geeker.

Oh, vaya.
Eso sí que era un problema.

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