martes, junio 21, 2005

Fase 06 - De los Dos Primeros Encuentros

No había dejado de llover en todo el día. Era lluvia fina, esa casi imperceptible que uno no siente caer contra su cabeza o contra su cara, como si las pequeñas gotas de agua sucia careciesen por completo de consistencia. Uno se daba cuenta de que estaba lloviendo porque veía el suelo mojado y el cielo cubierto de nubes. Aquella situación era engañosa, porque nadie usaba paraguas, dando por supuesto que era innecesario, hasta que, al cabo de unos minutos al descubierto, uno descubría de pronto que estaba calado hasta los huesos y, entonces, ya no tenía remedio.

Vincent se detuvo en la salida de la boca del metro, resguardado de la lluvia. El agua chorreaba escalones abajo y desaparecía por la rejilla del desagüe que había bajo sus pies. Con un leve movimiento de mano, sacó un cigarrillo del paquete y se lo puso en la boca. Justo cuando sacaba el mechero del bolsillo, pareció pensárselo mejor. Vincent guardó el cigarro y el mechero de nuevo, agachó la cabeza y subió los escalones de dos en dos para salir de nuevo a la calle. Se encontraba en una enorme avenida desierta. Los edificios a ambos lados de la calle eran viejos y estaban descuidados, sensación acrecentada por el gris general que bajaba desde los nubarrones en el cielo hasta el asfalto de la calzada, manchando de ese mismo color los árboles que adornaban la acera y las fachadas. Y todo estaba mojado.

Vincent comenzó a andar rápidamente a lo largo de la avenida, escuchando sólo sus pasos contra el suelo y el susurro de la lluvia. Pronto llegó a un cruce y se detuvo, indeciso. Entonces fue cuando se dio cuenta. Justo en el momento en que se detuvo, pudo escuchar unos pasos lejanos, que se pararon un instante después. Había alguien más en la avenida, y se había detenido al mismo tiempo que él. Vincent se giró, buscando con la mirada algún indicio, pero no pudo ver nada. En una calle tan grande y tan vacía, aquél que le estuviese siguiendo lo tendría fácil para esconderse, al tiempo que era imposible perder de vista a su objetivo. Vincent miró a su alrededor. Obviamente, no iba a poder esconderse entre la multitud, pues no había multitud alguna. Soltó una maldición en voz alta y siguió andando. El sonido de los pasos ajenos reanudó, y justo entonces, él se dio media vuelta, encontrándose cara a cara con la otra persona.

La chica le miró a los ojos, asustada. Vincent no hubiera podido adivinar si era así de pálida o si el color de su piel se debía a la sorpresa. Ella tenía el pelo castaño y liso, y caía casi hasta su cintura. Sus ojos eran enormes y verdes y su rostro, de líneas sencillas, resultaba agradable. Calculó mentalmente que la muchacha debía tener unos catorce o quince años. Una chica como aquella no era precisamente lo que Vincent esperaba encontrarse. ¿Quién era entonces? Entornó los ojos. Por algún motivo, aquella cara le resultaba terriblemente familiar. Solo que aquello era imposible. Él había estado fuera los últimos veinticinco años. No podía conocer a nadie de esa edad. A no ser que…

-¿Vincent?- preguntó la niña de pronto.
-¿Cómo dices?
-Eres Vincent, ¿verdad?-. La niña dio un paso hacia delante. De pronto, con un gesto brusco, metió la mano en el interior de su abrigo. Un momento después, sacó un arrugado sobre de papel marrón. –Me dijo que te diese esto… Hubiera querido estar aquí ahora. Para verte. Pero… ya no está.
Vincent no reaccionó. No podía entender qué significaba aquella escena. La chica extendió su mano, y él recogió el sobre, indeciso.
-Te será de ayuda- dijo ella, y sonrió. De pronto, salió corriendo, doblando la primera esquina a la derecha. Vincent, perplejo, tardó unos segundos en reaccionar, para luego correr hacia aquella esquina. Pero la chica había desaparecido. Se había esfumado. En aquella calle no había nadie.

Pensando en lo surrealista de la situación, se dio cuenta de pronto de que en sus manos sostenía aún aquél sobre abultado. Lo sostuvo un momento con las palmas abiertas, observándolo con el ceño fruncido. Guardó el paquete en el bolsillo, y caminó hasta un portal cercano para resguardarse de la lluvia. Una vez allí, se sentó en el bordillo y, esta vez sí, se encendió un cigarrillo. Aspiró el humo con fuerza hasta inundar sus pulmones y luego, mientras lo expulsaba lentamente por la nariz, sacó de nuevo el sobre del bolsillo. Tras observarlo detenidamente de nuevo, se decidió a abrirlo. Levantó la solapa y contempló atónito lo que había dentro. Aquello no podía estar pasando. Los contó detenidamente. Y luego volvió a contarlos. No se había equivocado.
El sobre contenía veinticinco mil créditos.

El encuentro con la chica había sido una semana antes. Y sin duda ella le había salvado la vida. Desde que Vincent volviese, no tenía absolutamente nada. Ni un techo donde dormir, ni trabajo, ni conocidos: estaba completamente solo, y el mismo día que regresó, apareció de la nada aquella joven para darle una desorbitada cantidad de dinero en efectivo. Durante los siguientes siete días, con aquellos créditos, Vincent pudo alquilar un pequeño y modesto apartamento, alimentarse y, finalmente, comprarse un nuevo ordenador. Tal vez hubiese sido mejor no haber hecho eso último. No había terminado de conectarse a la WiRed con su nueva máquina cuando apareció aquel misterioso pirata informático. Primero le reconoció la chica, y, una semana después, alguien llamado CoolDive se introducía en su ordenador, afirmando saber quién era. En contra de lo que esperaba antes de regresar, Vincent no iba a permanecer en el anonimato. Dos personas en una semana. No podía ser una casualidad.

Aquél era el lugar donde habían quedado, el café Ganímedes. Echó un vistazo a su reloj: pasaban unos pocos minutos de la hora, y él aseguró ser puntual. Vincent miró el interior del bar: era bastante amplio y estaba relativamente oscuro, aunque no tardó en contar cuatro clientes en el interior. No parecía un lugar demasiado popular. Pidió una cerveza al camarero, y luego se sentó en una mesa estratégicamente situada que le permitía ver tanto el interior del local como su puerta. Si CoolDive había de estar allí a la hora señalada, tenía que ser uno de los cuatro clientes. O quizá el camarero. Se encendió un cigarrillo, y mientras bebía pequeños tragos de su botella, Vincent fue analizando discretamente el aspecto de los presentes.

El camarero no parecía un tipo excesivamente despierto tras haberle hecho repetir dos veces lo que quería tomar. Ciertamente no parecía tener muchas luces, y a esa impresión contribuían la expresión vacía de sus ojos y su torpeza a la hora de andar de un lado a otro de la barra, paño en mano, limpiando obsesivamente aquello que ya estaba listo.
-¿Pretendes desgastarla? Vas a hacerle un maldito agujero a la barra- balbuceó el viejo que había sentado en un taburete. Con un vaso oscuro en la mano, tenía aspecto de haber dejado atrás la sobriedad unas cuantas horas antes, y su ropa andrajosa, junto con el hatillo que descansaba a su lado dejaban claro qué clase de persona era. Vincent se preguntó cómo eran siempre los indigentes aquellos que más bebían en los bares, cuando precisamente a causa de su condición social no deberían poder permitírselo. Dio otro trago a su cerveza y se fijó ahora en la pareja sentada en los mullidos sillones del fondo del bar. Tenían sendas tazas de café en la mesa, pero parecían estar más preocupados en hacerse una revisión física en profundidad el uno al otro. Vincent se preguntó si aquellas parejas no tendrían una casa donde intimar, o, cuanto menos, un coche. El cuarto cliente era un personaje mayor, cuya extrema delgadez y alborotado cabello contribuían a indefinir su sexo. La persona en cuestión se levantaba justo en aquél momento en dirección a la puerta del local. Al parecer, ninguno de los pintorescos habitantes del lugar era su contacto. Vincent suspiró al tiempo que cerraba los ojos y agachaba su cabeza. Cansado, sacó un cigarro del paquete. Encendió el mechero, y justo cuando se lo acercaba a la boca, un leve soplido apagó la llama.

-Fumar mata, Hombre-. Frente a él, un crío de unos dieciséis años le miraba directamente a los ojos, con una sonrisa socarrona en su boca. -¿Me invitas a tomar algo, Hombre?
-Piérdete- masculló Vincent, al tiempo que volvía a encender el mechero. En esta ocasión el chico no hizo nada. Tras dudar unos instantes, se sentó en la silla de enfrente.
-Camarero, sírvame un Acid- exclamó, y luego alargó el brazo hasta alcanzar el paquete de tabaco, y se encendió un cigarrillo.
-¿Se puede saber qué demonios te crees que estás haciendo?-. Vincent frunció el ceño.
-Si has decidido matarte, me uno. Estamos juntos en esto. Encantado, Vincent. Soy Gem.
Vincent miró fijamente a los ojos del chico, y éste le hizo un guiño.
-Pero puedes llamarme CoolDive, si lo prefieres.

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