sábado, junio 25, 2005

Fase 08 - De Lauren y la Otra Persona

-Oye, Hombre… ¿Estás bien?-. Gem estaba agachado a su lado. Vincent se secó los ojos y se limpió la boca con el dorso de la mano. Recostado sobre una lápida contigua a aquella en la que había vomitado, levantó la cabeza para mirar a CoolDive.
-¿Qué se supone que es esto? ¿Un chantaje de algún tipo? ¡¿Qué coño queréis de mi, eh?! ¡Ya he pagado por aquello! ¡Veinticinco años! ¡¿Qué es lo que queréis ahora, cabrones?!-. Las lágrimas inundaron de nuevo sus ojos, al tiempo que empujaba con fuerza a Gem. Éste cayó al suelo, atónito. Vincent se levantó y se acercó de nuevo a aquella lápida. Allí estaba su nombre.

Lauren Harris (2000-2040) tu hija no te olvida

Lauren Harris… Piedraluna. Vincent recordó la última conversación que mantuvo con ella a través de internet. Fue el once de enero de 2015, el día en que él cumplía quince años. El día en que un simple clic de ratón cambió el mundo. El día del Necronomicón. Aquello fue por el mediodía, pero esa misma tarde se vieron en persona, y aquel si que fue el último encuentro. Tras despedirse y separarse, caminando cada uno en una dirección, todo ocurrió de pronto. Vincent nunca llegó a su casa, pues un grupo de policías le esperaba. La orden de detención estaba dada, y él pasaría los veinticinco años siguientes en la cárcel. Y nunca más supo de ella. Y ahora que había vuelto, se encontraba con esto. Lauren debería ser una mujer de cuarenta años con más de media vida por delante, igual que él. Pero no era así. Ella estaba muerta.

-Si sirve de algo, te diré que ocurrió antes de que volvieras. No podrías haberla visto de todos modos. Sé que es duro, Hombre, especialmente después de haber pasado el último cuarto de siglo encerrado, pero es lo mejor. Saberlo cuanto antes, quiero decir, y verlo con tus propios ojos. Yo…-. Gem dudó unos segundos. Mientras tanto, Vincent seguía mirando la inscripción. Se encontraba en cuclillas, y con su dedo seguía el contorno de las letras. Parecía estar en trance. –Yo… lo siento, Hombre.
-¿Cómo murió?- Vincent parecía haberse recuperado de pronto. Se puso en pie y se encendió un cigarrillo, mientras esperaba una respuesta. -¿Cómo murió?- repitió. Pero Gem no respondió. En lugar de eso, dio media vuelta y comenzó a caminar de vuelta a la estación de metro.

-¿Estás solo?- Vincent levantó la cabeza y quedó helado ante lo que vio. Sólo tenía diez años, pero podría asegurar que aquella era muchacha más hermosa que había visto en su vida. La niña le miró directamente a los ojos, desafiante. -¿Puedo sentarme?- y, sin esperar una respuesta, se sentó a su lado. -¿Cómo te llamas? ¿Cuántos años tienes? ¿Qué haces aquí solo?
-Me llamo Vincent, tengo diez años y estoy aquí para ver una película. Quería hacer cola, pero… parece que no hay ninguna cola que hacer.
-Bueno, aún queda una hora para que empiece la sesión. No a todo el mundo le apasiona el cine tanto como a ti, Vincent. Encantada. Me llamo Lauren, y tengo diez años también. En realidad, los he cumplido hoy. ¿Qué película vienes a ver?
-Oh, es… es una película extraña. Ciencia-ficción. Se llama Thicca. ¿Qué vienes a ver tú?- Vincent sintió por primera vez en su corta vida interés por una persona del sexo opuesto. ¿Qué tenía aquella niña de especial?
-Bueno, vengo a ver una película de animación con mis padres. Están arriba, comprando las palomitas. Empieza en media hora. Ni siquiera sé el título de lo que vamos a ver. Creo que preferiría ver esa de la que hablas, Thicca. Seguro que es más interesante-. La niña dudó unos instantes. -Oye, Vincent, ¿por qué no me das tu dirección de contacto?- de nuevo sin darle tiempo a responder, la chica se puso en pie, sacó un papel y un boli de su bolsillo y garabateó algo en él. Luego hizo una bola con la nota y se la arrojó a Vincent al pecho. -¡Hasta luego, Vincent! ¡Disfruta de tu película!
Lauren subió corriendo los escalones, al encuentro con sus padres, que sostenían a duras penas tres enormes paquetes de palomitas y tres vasos con refresco. Vincent se quedó mirándola hasta que desapareció en el pasillo que conducía a las salas de proyección. Recogió el papel y lo estiró, y encontró escrito en él una dirección de contacto. Sentando en los escalones de la entrada del cine, Vincent dibujó en su cabeza la imagen de la cara de Lauren. Y, de pronto, se dio cuenta de que tenía una estúpida sonrisa cruzando su cara.

Corrió colina abajo hasta alcanzar a CoolDive, que ya cruzaba el portón de hierro. El resto del camino hasta la estación y el viaje en metro transcurrió en el silencio más absoluto. Hasta que, tras diez minutos de trayecto, Gem pareció recordar algo de pronto.
-Escucha, Hombre. Tienes que acompañarme a un lugar. Quizá no te parezca el momento más apropiado y prefieras irte a tu apartamento a beberte unas cervezas y fumarte unos cigarros tumbado en el sofá añorando tu adolescencia, pero esto es realmente importante. Estamos hasta el cuello, tú y yo. Y no somos los únicos. Así que ven conmigo y te daré algunas respuestas.

Tras otros diez minutos de viaje subterráneo, Gem se levantó. Habían llegado, y ambos bajaron del metro. Esta estación tenía mucho mejor aspecto que las otras dos, y además disponía de un enorme ascensor. Subieron una distancia que Gem especificó como ciento treinta metros, y aparecieron en medio de una transitada avenida. En la fachada del edificio que había frente a la salida del metro, alguien había escrito con grandes letras una críptica frase: “etereo existe – quiero mi pasado”. Vincent vio una enorme cantidad de personas andando en todas direcciones. Algunas de ellas circulaban en bicicleta y otras iban en un amplio tranvía que discurría por el centro mismo de la avenida. Pero no vio un solo coche.
-Mira al cielo, Hombre. ¿No tiene un color precioso? Es la ausencia de contaminación. En 2027, la Unión De Naciones publicó el Nuevo Tratado por la Conservación del Medio Ambiente, prohibiendo todos los medios de transporte que usasen combustibles contaminantes, y, en las ciudades más avanzadas, el uso de cualquier tipo de transporte privado. Resultó que tuvimos tan mala suerte que fuimos elegidos ciudad avanzada y se nos negó la posibilidad de tener nuestros propios coches, incluso aunque fuesen eléctricos. Por eso ahora tenemos tantas líneas de metro y tranvía, todas gratuitas, y hay bicicletas para todos. Faltaría más. Si nos prohíben el transporte privado, qué menos que disponer de un equivalente público gratuito, ¿no te parece?

CoolDive entró en un pequeño edificio. Subieron treinta plantas en ascensor, y se encontraron en un largo pasillo lleno de puertas. Gem se detuvo ante una de ellas, con el número 3009. El joven introdujo una llave en la cerradura y abrió la puerta. Vincent le siguió hasta el interior del apartamento, oscuro y bastante desastrado. En el fondo no se diferenciaba demasiado de su propio piso. Gem caminó con desgana hasta un sofá situado en la pared derecha del salón y se dejó caer en él, al tiempo que sacaba un paquete de tabaco de su bolsillo y se encendía un cigarrillo.

-¿Cuántas veces tendré que decirte que eso mata, CoolDive?- la voz suave de una mujer pilló por sorpresa a Vincent. Adaptando los ojos a la oscuridad, reconoció una segunda silueta en el sofá. La figura extendió un brazo y encendió una lámpara de pie, iluminando la habitación. Vincent vio entonces a la chica que había hablado, y se quedó completamente paralizado. Ella.
-Hola, Vincent. Yo soy Erin.
Así que se llamaba Erin. La chica de la semana anterior.
La niña de los veinticinco mil créditos.

viernes, junio 24, 2005

Fase 07 - De la Primera Visita al Lugar

El chico en frente de Vincent parecía despreocupado. Con la mirada fija en la lista de ingredientes impresa en la lata de Acid, alternaba sorbos de la bebida con caladas del cigarro. Parecía esperar tranquilamente una reacción por parte de su interlocutor. Sin levantar la vista de la lata, comenzó a murmurar.

-Acid. Bebida energética. Preparado para mejorar el rendimiento en momentos de esfuerzo mental y físico. Ingredientes: agua, sacarosa, glucosa, riboflavina, cafeína, taurina…- se interrumpió para dirigirse a Vincent. -¿Sabías que hay gente que se cree que la taurina proviene del semen de toro? Me pregunto de donde sacarán semejantes estupideces.- volvió a bajar la mirada, mientras movía los labios, leyendo en silencio.
-¿Cuántos años tienes, Gem?- preguntó Vincent de pronto. El chico levantó la cabeza.
-Quince años. ¿Cuántos tienes tú? Cuarenta. Sólo preguntaba por parecer educado. Ella me discutía tu fecha de nacimiento. Diez de enero, decía. Y yo le decía que el once. ¿Y bien? ¿Cuándo es tu cumpleaños, Hombre?

-Tú ganas. ¿Qué sabes de mí? ¿Qué es lo que quieres? ¿Y a quién te refieres con ‘ella’?
-Sé bastante más de lo que te imaginas. Ya has visto que sé quien eres y lo que hiciste hace veinticinco años. Pero también sé a quién buscas, y por qué. Y creo que en eso podemos ayudarte. Aunque me temo que, en realidad, va a ser difícil.- CoolDive apuró el último trago de su bebida y aplastó el cigarro contra el cenicero. –La Unión Digital está detrás de ti, como supondrás. Ellos lo quieren tanto o más que tú, pero llevan veinticinco años buscándolo y aún no tienen ni una mísera pista. Por eso ahora te persiguen. Creen que si siguen todos tus movimientos, tarde o temprano les conducirás hasta eso. ¿Y bien? ¿Qué hiciste con ello? ¿Dónde lo guardas?
-No tengo ni la más mínima idea de a qué te refieres-. Vincent se estaba hartando de aquella conversación, pero el chico no parecía tener el menor interés en marcharse.
-Sabes perfectamente de qué estoy hablando, Hombre. Del archivo ejecutable del Necronomicón. De la copia. No eres tonto, yo tampoco, y ellos menos que nadie. Todos sabemos que hiciste una copia de seguridad del virus, y que la guardaste en un lugar seguro. Nunca se ha encontrado. Nadie sabe nada del Necro, y hacerse con él… bueno, imagínatelo. Si la Unión Digital ya tiene el control de la red, con una copia de tu virus en las manos se harían con el poder absoluto. Últimamente algunos países han declarado sus intenciones de separarse de la Unión De Naciones. Pero si ellos tuviesen el virus, todo estaría bien atado. Nadie abandonaría la UN sabiendo a lo que se enfrentarían en semejante situación. La Digital los tendría en un puño. Si abandonas la UN, tu red de comunicaciones vuela por los aires. Así de sencillo.

-No, no es tan sencillo. No tienes ni la más mínima idea de lo que estás hablando. Esto no va de separatistas o conspiraciones mundiales. Si quieren el archivo es por un motivo mucho más complejo, y no guarda ninguna relación con argumentos de película. De todos modos, yo no hice ninguna copia. Esa copia de la que hablas nunca existió. Me temo que habéis estado veinticinco años perdiendo el tiempo.
-¿Hemos? ¿Insinúas que yo…? Espera, no me puedo creer lo que oigo. ¿Me juego el culo entrando en tu ordenador sin que ellos se enteren para ponerme en contacto contigo y tú me vienes con que soy un espía?-. CoolDive soltó una carcajada. –De todos modos sé de algo que probablemente te refrescará la memoria. Creo que hay algo que te interesaría ver. Acompáñame y verás cómo está la situación ahora mismo. Aunque me temo que no va a gustarte, no hay otra opción. No puedes seguir engañándote a ti mismo, ni engañándonos a nosotros-. Gem se puso en pie. –Invitas tú, ¿no, Hombre?

Vincent no sabía que pensar. ¿Quién era aquél chico realmente? ¿De qué bando estaba? Sabía demasiado para ser tan joven. Parecía claro que CoolDive las tenía todas consigo, estaba demasiado seguro de sí mismo. Dudó de si todo eso podría ser una trampa, pero ¿qué tenía que perder? Llevaba los últimos veinticinco años fuera de combate. Nada importaba ya. Vincent se acercó a la barra y pidió la cuenta. Las dos consumiciones resultaron sumar doce créditos, lo que le pareció excesivo para un local de aquella clase, pero se encaminó hacia la puerta, empujando al chico con el hombro. Gem masculló algo, pero él hizo caso omiso y continuó con su camino. Una vez fuera del bar, Vincent se detuvo para encenderse un cigarrillo. CoolDive se puso delante y comenzó a caminar con velocidad. Pronto se encontraron en un cruce con una enorme avenida. Vincent dudó unos instantes y luego recordó ese lugar. Era la avenida donde se había encontrado con la chica misteriosa una semana antes. De hecho, la calle en la que estaban era la misma en la que la chica desapareció. Sintió un escalofrío al recordar la escena.

Gem continuó caminando, hasta llegar a la misma estación de metro por la que Vincent saliese al mundo hacía siete días. En silencio, bajaron una enorme cantidad de escaleras mecánicas.
-El sistema de alcantarillado de esta ciudad era un desastre. Iniciaron unas obras de remodelación hace veinte años, pero pronto descubrieron que les salía más rentable construir un sistema completamente nuevo, y claro, tuvieron que hacerlo por debajo del anterior. Entonces las nuevas obras provocaron derrumbamientos en algunos de los túneles del antiguo metro, así que aprovecharon los nuevos agujeros para hacer una nueva red de transportes más por debajo aún. Cuando bajemos este último tramo de escaleras, estaremos a unos ciento veinte metros bajo tierra. Se dice que hay gente viviendo en el viejo metro y las viejas alcantarillas, pero yo creo que eso son bobadas. Los oscuros no existen. Claro que cuando caminas de noche por la calle y de pronto oyes gemidos que provienen de las viejas alcantarillas, te replanteas cuantas de las leyendas urbanas que te han contado son ciertas. Como la del semen de toro.
-Supongo que tengo que fingir interés.
-Lo siento, Hombre, no pretendía romper este ambiente tan encantador.
Llegaron al andén, y antes de que pudieran sentarse, escucharon un eco lejano que indicaba la proximidad de un tren.
-Es el nuestro. Este andén sólo tiene una dirección. El otro está aún más por debajo. No se a qué se debe, pero a esta profundidad resulta más sencillo construir los túneles unos debajo de otros y no en horizontal. Ya está aquí.

Montaron en el último vagón, que estaba completamente vacío. Por lo que Vincent pudo ver, no parecía haber nadie en todo el tren. Miró a su reloj: eran las seis menos veinte de la tarde. Durante la última semana, había notado que la ciudad permanecía inexplicablemente tranquila a esas horas de la tarde, sólo Dios sabía por qué. Un silencio espectral se adueñaba de todas y cada una de las calles de la ciudad, y, al parecer, bajo tierra ocurría lo mismo. Cinco paradas después, Gem se puso en pie y se dirigió a la puerta del vagón. Vincent le siguió sin articular una sola palabra. El tren les dejó en una estación oscura y siniestra. Un nuevo escalofrío recorrió su espalda. La ropa sucia se amontonaba sobre los bancos y las papeleras desbordaban basura. Todos paneles electrónicos de información estaban rajados, y, por supuesto, ninguno de ellos funcionaba. De las quince placas de iluminación que Vincent pudo contar, sólo dos funcionaban. Una de ellas estaba en el otro extremo del andén, y la otra, que estaba justo encima de ellos, parpadeaba de una manera terriblemente molesta. La angustia se apoderó de su cuerpo, pero entonces CoolDive se encaminó a la salida. Vincent vio sus peores temores confirmados cuando descubrió que las escaleras mecánicas tampoco funcionaban. Pero al parecer se encontraban en una zona más baja de la ciudad, y sólo dos pisos les separaban de la superficie. De pronto, la luz del sol inundó sus retinas. Parpadeó rápidamente al tiempo que intentaba reconocer el lugar en el que se encontraban.

Al principio sólo veía árboles. Se preguntó que sentido tenía una parada de metro en medio de un bosque, y entonces comenzó a vislumbrar los pequeños edificios. Cuando recuperó totalmente la vista, Vincent reconoció lo que antaño debía haber sido una bonita zona residencial, con calzadas de adoquines, fuentes en cada esquina y pequeñas casas de dos pisos con bonitos jardines cuidados hasta el más mínimo detalle. Pero ahora los matorrales habían crecido arrancando los adoquines del suelo, las fuentes estaban cubiertas de moho y la mitad de las fincas se había venido abajo. La imagen resultaba sobrecogedora y Vincent se preguntó qué habría ocurrido allí para que el lugar estuviese en un estado tan lamentable. Cuando se giró para dirigirse a Gem, vio a éste doblando la esquina más cercana, y tuvo que dar grandes zancadas para alcanzarle.

La calle por la que caminaban ahora estaba ligeramente inclinada hacia arriba y moría en unas enormes columnas de piedra que flanqueaban una gran puerta entreabierta de metal oxidado. CoolDive se introdujo ágilmente entre el espacio disponible, y Vincent le siguió. Subieron por un camino de tierra hasta llegar a lo alto de una pequeña colina cubierta por la hierba. Fue allí donde las vio. No había reparado en ellas hasta que se detuvieron, pero habían estado allí desde que salieron de la estación de metro. Dio una vuelta completa sobre sí mismo, atónito. Desde allí, la vista era sobrecogedora. Vincent y Gem se hallaban rodeados de lápidas. Lápidas por todos lados, en todas direcciones, hasta allí donde la vista alcanzaba, de todas las formas, tamaños y colores. Vio una de las fincas derruidas en una esquina. Su jardín estaba plagado de lápidas. Todo el barrio al que habían salido era un enorme cementerio.

Gem se agachó delante de una de las tumbas. Vincent miró la losa. Alguien había escrito con spray rojo las letras K U M.
-Ven, acércate, Hombre. Lee esto.
Se sentó sobre sus rodillas al tiempo que inclinaba su cabeza hacia delante para poder apreciar bien el grabado bajo la pintada. Y cuando leyó la inscripción, Vincent notó el tercer escalofrío del día. Intentó ponerse en pie, pero todo comenzó a dar vueltas y cayó de nuevo al suelo, sintiendo náuseas. El mundo se vino de pronto abajo. Se acercó gateando a una lápida cercana, y con un espasmo incontrolado, Vincent comenzó a vomitar.

martes, junio 21, 2005

Fase 06 - De los Dos Primeros Encuentros

No había dejado de llover en todo el día. Era lluvia fina, esa casi imperceptible que uno no siente caer contra su cabeza o contra su cara, como si las pequeñas gotas de agua sucia careciesen por completo de consistencia. Uno se daba cuenta de que estaba lloviendo porque veía el suelo mojado y el cielo cubierto de nubes. Aquella situación era engañosa, porque nadie usaba paraguas, dando por supuesto que era innecesario, hasta que, al cabo de unos minutos al descubierto, uno descubría de pronto que estaba calado hasta los huesos y, entonces, ya no tenía remedio.

Vincent se detuvo en la salida de la boca del metro, resguardado de la lluvia. El agua chorreaba escalones abajo y desaparecía por la rejilla del desagüe que había bajo sus pies. Con un leve movimiento de mano, sacó un cigarrillo del paquete y se lo puso en la boca. Justo cuando sacaba el mechero del bolsillo, pareció pensárselo mejor. Vincent guardó el cigarro y el mechero de nuevo, agachó la cabeza y subió los escalones de dos en dos para salir de nuevo a la calle. Se encontraba en una enorme avenida desierta. Los edificios a ambos lados de la calle eran viejos y estaban descuidados, sensación acrecentada por el gris general que bajaba desde los nubarrones en el cielo hasta el asfalto de la calzada, manchando de ese mismo color los árboles que adornaban la acera y las fachadas. Y todo estaba mojado.

Vincent comenzó a andar rápidamente a lo largo de la avenida, escuchando sólo sus pasos contra el suelo y el susurro de la lluvia. Pronto llegó a un cruce y se detuvo, indeciso. Entonces fue cuando se dio cuenta. Justo en el momento en que se detuvo, pudo escuchar unos pasos lejanos, que se pararon un instante después. Había alguien más en la avenida, y se había detenido al mismo tiempo que él. Vincent se giró, buscando con la mirada algún indicio, pero no pudo ver nada. En una calle tan grande y tan vacía, aquél que le estuviese siguiendo lo tendría fácil para esconderse, al tiempo que era imposible perder de vista a su objetivo. Vincent miró a su alrededor. Obviamente, no iba a poder esconderse entre la multitud, pues no había multitud alguna. Soltó una maldición en voz alta y siguió andando. El sonido de los pasos ajenos reanudó, y justo entonces, él se dio media vuelta, encontrándose cara a cara con la otra persona.

La chica le miró a los ojos, asustada. Vincent no hubiera podido adivinar si era así de pálida o si el color de su piel se debía a la sorpresa. Ella tenía el pelo castaño y liso, y caía casi hasta su cintura. Sus ojos eran enormes y verdes y su rostro, de líneas sencillas, resultaba agradable. Calculó mentalmente que la muchacha debía tener unos catorce o quince años. Una chica como aquella no era precisamente lo que Vincent esperaba encontrarse. ¿Quién era entonces? Entornó los ojos. Por algún motivo, aquella cara le resultaba terriblemente familiar. Solo que aquello era imposible. Él había estado fuera los últimos veinticinco años. No podía conocer a nadie de esa edad. A no ser que…

-¿Vincent?- preguntó la niña de pronto.
-¿Cómo dices?
-Eres Vincent, ¿verdad?-. La niña dio un paso hacia delante. De pronto, con un gesto brusco, metió la mano en el interior de su abrigo. Un momento después, sacó un arrugado sobre de papel marrón. –Me dijo que te diese esto… Hubiera querido estar aquí ahora. Para verte. Pero… ya no está.
Vincent no reaccionó. No podía entender qué significaba aquella escena. La chica extendió su mano, y él recogió el sobre, indeciso.
-Te será de ayuda- dijo ella, y sonrió. De pronto, salió corriendo, doblando la primera esquina a la derecha. Vincent, perplejo, tardó unos segundos en reaccionar, para luego correr hacia aquella esquina. Pero la chica había desaparecido. Se había esfumado. En aquella calle no había nadie.

Pensando en lo surrealista de la situación, se dio cuenta de pronto de que en sus manos sostenía aún aquél sobre abultado. Lo sostuvo un momento con las palmas abiertas, observándolo con el ceño fruncido. Guardó el paquete en el bolsillo, y caminó hasta un portal cercano para resguardarse de la lluvia. Una vez allí, se sentó en el bordillo y, esta vez sí, se encendió un cigarrillo. Aspiró el humo con fuerza hasta inundar sus pulmones y luego, mientras lo expulsaba lentamente por la nariz, sacó de nuevo el sobre del bolsillo. Tras observarlo detenidamente de nuevo, se decidió a abrirlo. Levantó la solapa y contempló atónito lo que había dentro. Aquello no podía estar pasando. Los contó detenidamente. Y luego volvió a contarlos. No se había equivocado.
El sobre contenía veinticinco mil créditos.

El encuentro con la chica había sido una semana antes. Y sin duda ella le había salvado la vida. Desde que Vincent volviese, no tenía absolutamente nada. Ni un techo donde dormir, ni trabajo, ni conocidos: estaba completamente solo, y el mismo día que regresó, apareció de la nada aquella joven para darle una desorbitada cantidad de dinero en efectivo. Durante los siguientes siete días, con aquellos créditos, Vincent pudo alquilar un pequeño y modesto apartamento, alimentarse y, finalmente, comprarse un nuevo ordenador. Tal vez hubiese sido mejor no haber hecho eso último. No había terminado de conectarse a la WiRed con su nueva máquina cuando apareció aquel misterioso pirata informático. Primero le reconoció la chica, y, una semana después, alguien llamado CoolDive se introducía en su ordenador, afirmando saber quién era. En contra de lo que esperaba antes de regresar, Vincent no iba a permanecer en el anonimato. Dos personas en una semana. No podía ser una casualidad.

Aquél era el lugar donde habían quedado, el café Ganímedes. Echó un vistazo a su reloj: pasaban unos pocos minutos de la hora, y él aseguró ser puntual. Vincent miró el interior del bar: era bastante amplio y estaba relativamente oscuro, aunque no tardó en contar cuatro clientes en el interior. No parecía un lugar demasiado popular. Pidió una cerveza al camarero, y luego se sentó en una mesa estratégicamente situada que le permitía ver tanto el interior del local como su puerta. Si CoolDive había de estar allí a la hora señalada, tenía que ser uno de los cuatro clientes. O quizá el camarero. Se encendió un cigarrillo, y mientras bebía pequeños tragos de su botella, Vincent fue analizando discretamente el aspecto de los presentes.

El camarero no parecía un tipo excesivamente despierto tras haberle hecho repetir dos veces lo que quería tomar. Ciertamente no parecía tener muchas luces, y a esa impresión contribuían la expresión vacía de sus ojos y su torpeza a la hora de andar de un lado a otro de la barra, paño en mano, limpiando obsesivamente aquello que ya estaba listo.
-¿Pretendes desgastarla? Vas a hacerle un maldito agujero a la barra- balbuceó el viejo que había sentado en un taburete. Con un vaso oscuro en la mano, tenía aspecto de haber dejado atrás la sobriedad unas cuantas horas antes, y su ropa andrajosa, junto con el hatillo que descansaba a su lado dejaban claro qué clase de persona era. Vincent se preguntó cómo eran siempre los indigentes aquellos que más bebían en los bares, cuando precisamente a causa de su condición social no deberían poder permitírselo. Dio otro trago a su cerveza y se fijó ahora en la pareja sentada en los mullidos sillones del fondo del bar. Tenían sendas tazas de café en la mesa, pero parecían estar más preocupados en hacerse una revisión física en profundidad el uno al otro. Vincent se preguntó si aquellas parejas no tendrían una casa donde intimar, o, cuanto menos, un coche. El cuarto cliente era un personaje mayor, cuya extrema delgadez y alborotado cabello contribuían a indefinir su sexo. La persona en cuestión se levantaba justo en aquél momento en dirección a la puerta del local. Al parecer, ninguno de los pintorescos habitantes del lugar era su contacto. Vincent suspiró al tiempo que cerraba los ojos y agachaba su cabeza. Cansado, sacó un cigarro del paquete. Encendió el mechero, y justo cuando se lo acercaba a la boca, un leve soplido apagó la llama.

-Fumar mata, Hombre-. Frente a él, un crío de unos dieciséis años le miraba directamente a los ojos, con una sonrisa socarrona en su boca. -¿Me invitas a tomar algo, Hombre?
-Piérdete- masculló Vincent, al tiempo que volvía a encender el mechero. En esta ocasión el chico no hizo nada. Tras dudar unos instantes, se sentó en la silla de enfrente.
-Camarero, sírvame un Acid- exclamó, y luego alargó el brazo hasta alcanzar el paquete de tabaco, y se encendió un cigarrillo.
-¿Se puede saber qué demonios te crees que estás haciendo?-. Vincent frunció el ceño.
-Si has decidido matarte, me uno. Estamos juntos en esto. Encantado, Vincent. Soy Gem.
Vincent miró fijamente a los ojos del chico, y éste le hizo un guiño.
-Pero puedes llamarme CoolDive, si lo prefieres.

lunes, junio 20, 2005

Fase 05 - Del Contacto con el Desconocido

La Unión Digital lo controlaba todo. X recordaba ahora los tiempos en los que existían centenares de programas de intercambio de archivos con los que uno podía descargarse gratuitamente cualquier cosa a su ordenador, desde películas hasta libros, pasando por discos de música, documentales o colecciones de fotografías. En aquellos tiempos se hablaba mucho de la piratería como un grave riesgo para los derechos de autor. Como dijera Arthur Conan Doyle, lo que un hombre podía esconder otro hombre podía descubrirlo, y eso era exactamente lo que ocurría. No importaba cuántos métodos se inventasen para combatir la piratería y proteger las creaciones artísticas: ninguna era infalible, y tarde o temprano uno siempre podía encontrar una versión gratuita e ilegal de cualquier cosa. Sin embargo, ahora existía la solución definitiva.

La dictadura de la red dejaba todo el poder en manos de la Unión Digital. Nada ocurría en la WiRed sin que ellos lo supiesen. El método era sencillo: el requerimiento de una Identificación Virtual para acceder a la red chocaba irremediablemente contra la idea del anonimato pero permitía un control absoluto ante cualquier acción ilegal. La Unión sabe en todo momento qué haces y quien eres. Si delinques, ellos lo sabrán, y no saldrás impune. Así pues, a X no le quedó más remedio que pagar de nuevo por aquello que le perteneció veinticinco años atrás. Al precio de cinco créditos el tema, X podía comprar cualquier canción.

Cuando tenía quince años, también existían servicios de venta de música a través de la red, pero entonces uno se descargaba los archivos en su ordenador y hacía con ellos lo que quería. Ahora las cosas eran distintas: uno compraba una canción y podía escucharla donde y cuando quisiese sin llevarla encima. En su ordenador, en su reproductor musical, en su navi. Uno no se descargaba los archivos, sino que, tras introducir su identificación virtual, podía acceder, mediante cualquier aparato conectado a la red, de la música que había comprado, en cualquier lugar. También había cambiado la forma de hacer música. Los soportes físicos de cualquier formato, ya fuesen cds, dvds o mini-disc habían pasado a la historia. Los autores ya no componían y editaban albumes completos, sino temas sueltos que publicaban cada cierto tiempo en la red. Uno podía comprar música a través de su ordenador o en cualquier tienda, y luego acceder a ella directamente. X no comprendía cómo era posible que, en la actualidad, la gente prefiriese dejar de un lado los soportes físicos. Veinticinco años antes habría sido absurdo renunciar a un cd, con su caja, su portada, sus ilustraciones y su libro de letras. Todo se había digitalizado. Incluso lo material.

Por suerte, la música más antigua se vendía a precios especiales y en packs de discos, y X sólo tuvo que desembolsar 150 créditos por la discografía completa de Kontiki, su grupo de música favorito desde antes de la llegada del Necronomicón. X hizo clic en el título del primer disco y los primeros acordes de Music For Minorities comenzaron a sonar. Un escalofrío le recorrió la espalda mientras escuchaba aquél tema instrumental, un preludio de un minuto a la segunda pista del álbum, titulada A Song For Minorities. X recordó la última vez que había escuchado ese disco, en 2015. Habían pasado veinticinco años, pero aún recordaba cada uno de los acordes e instrumentos que conformaban cada una de las diez canciones de aquél disco. Life Is A Slow Death, el álbum de debut de Kontiki, fue publicado en junio de 2010 acompañado de un enorme éxito que auguraba a la banda como la revolución del rock en los albores de aquella entonces nueva década. Cuatro álbumes siguieron a aquél, confirmando el talento de una banda que pasó a la historia de la música tras su disolución cinco años más tarde, en 2015. Fue como si, al tiempo que X caía, sus mitos cayesen con él. Como el mito de la libertad en la red, caído tras la llegada del Necronomicón. Lo que debió ser una liberación fue en realidad interpretado como un símbolo del mal que la anarquía virtual representaba en la sociedad, y se convirtió en una excusa perfecta sobre la cual se fundaron las bases de la Unión Digital: de la vigilancia surge el control, y del control surge la estabilidad. La WiRed, nombre que recibía la internet de 2040, era sin duda estable y segura, pero, ¿a qué precio?

Sí, sin duda X había sido vigilado desde su regreso. De eso no cabía la menor duda. Y aquél mensaje en la pantalla de su ordenador lo confirmaba. X no conocía a nadie, no tenía contactos. ¿Cómo le habían localizado? El mensaje que había aparecido ante sus ojos rezaba: Sé quien eres. Nada más. ¿Sabía quién era? Eso no tenía sentido. O quizá sí. La Unión Digital no perdía el tiempo. ¿Quién eres tú? Preguntó X. Eso no importa. El que importa eres tú. No podía creerlo. Sólo hacía unos pocos días que había vuelto, y ya le habían reconocido dos personas. Nada de aquello parecía tener el más mínimo sentido. Nadie podía conocerle. Nadie podía reconocerle. Hacía veinticinco años. No podía ser.

Pero era. Aquél desconocido, al parecer, se había hecho con el control de su ordenador. X no podía hacer nada más que seguir conversando. Veinticinco años antes, habría sido él quien hubiese asaltado los ordenadores de otras personas, pero ahora las cosas habían cambiado. Alguien había tomado su ordenador. El desconocido resultó responder ante el alias de CoolDive, pero X prefirió permanecer en el anonimato. Fuese como fuese, no hacía falta identificarse, ya que el otro parecía conocerle. No tienes mucho tiempo. Ella te está esperando. Maldita sea. CoolDive le dijo que estaba en peligro. Que su única oportunidad era quedar con él. Pero, ¿quién demonios era? ¿de qué le conocía? X comenzó a hartarse. Si realmente sabes quien soy, dimelo. CoolDive no se hizo esperar. Pronto apareció su respuesta.
He bloqueado tu ordenador. Los tiempos han cambiado y tú no vas a saber arreglarlo. Ya no eres un informático experto, ahora mismo tu ordenador sólo es un pisapapeles. Si quieres recuperarlo, encuéntrate conmigo.
Y, para que veas que no miento, te diré quien eres.
Tú eres Vincent.
El padre del Necronomicón.

Tú eres Geeker.

Oh, vaya.
Eso sí que era un problema.

lunes, abril 04, 2005

Fase 04 - Del Ensamblaje de la Máquina

Dio otro largo sorbo de la botella de cerveza, y luego se incorporó para dejarla encima de la mesa. Volvió a apoyarse en el mullido respaldo del sofá, sin quitar los ojos de la caja, tan perfectamente empaquetada que aún dudaba si abrirla o no. Porque sabía que, en el preciso instante en que la desprecintase, la magia pasaría a tener fecha de caducidad, y pronto su contenido carecería del más mínimo interés. Había sentido aquello otras veces, hacía demasiado tiempo como para recordarlo con exactitud, pero sabía que todo aquello que uno compra nuevo, deja de serlo en el momento en que se estrena. Pero dentro de aquella caja de cartón se escondían exactamente 2.235 créditos, y era una cantidad desorbitada para permanecer más tiempo encerrada. Apuró la cerveza de un trago y se hurgó en el bolsillo. Sacó un arrugado paquete de cigarrillos y un mechero, y se encendió uno. A continuación, se levantó del sofá.

X se sentó sobre sus rodillas y se inclinó hacia delante. La caja parecía completamente cuadrada, y cada uno de sus lados medía aproximadamente cincuenta centímetros de longitud. X introdujo el dedo entre la separación de dos láminas de cartón en la cara superior, para luego hacer presión hacia el exterior sobre la tira adhesiva que las mantenía unidas. Con un rápido gesto, la caja estaba abierta. Ahora X se puso de pie y separó las láminas, dejando al descubierto el contenido. Y se encontró exactamente con lo que había sospechado: más cajas, en esta ocasión de distintos tamaños y colores, y separadas entre ellas por virutas de alguna clase de material sintético esponjoso similar al algodón, que parecía cumplir sin dificultad su cometido de proteger el contenido de golpes indeseados. X extrajo los diferentes paquetes, uno a uno, soplando sobre ellos para desprender el material protector, y fue dejándolos con cuidado sobre el suelo, en línea recta. Recogió los restos algodón en el interior de la caja grande, y la apartó al rincón más alejado de la habitación. Volvió hasta donde estaban las demás y se sentó en el suelo.

X cogió la primera de las cajas, que era a su vez la más grande de ellas. Al tacto, resultó ser sorprendentemente ligera. Examinó las ilustraciones y las indicaciones de la caja durante unos segundos, pero los nervios eran más fuertes, y abrió ágilmente el paquete. Esta vez sí, allí estaba: su nuevo monitor RLD de 20 pulgadas en formato panorámico de proporción 14:9, con una tasa de refresco de 6 microsegundos y con una resolución equivalente de 19.000x12.000 puntos. Resultaba aún chocante comprobar que la pantalla era completamente transparente estando apagada, y, probablemente, lo sería también en parte durante algunas funciones del sistema operativo. 885 créditos invertidos en un producto de futuro: se estimaba que en los últimos cinco años las pantallas RLD habían experimentado un crecimiento de calidad hasta límites insospechados, pero ese crecimiento ya se había detenido, y era bastante improbable que el aparato resultase obsoleto en los siguientes 15 años. Todo lo contrario que a principios de siglo, cuando uno podía comprar un producto de última tecnología sabiendo perfectamente que un año después tendría una nueva versión con infinidad de nuevas funciones, más potencia y un precio irrisorio. Parecía que, por fin, los tiempos de la carrera tecnológica habían quedado atrás, para beneficio del usuario último.

Se centró ahora en la segunda caja, segunda también en tamaño. Esta era extremadamente alargada y delgada, y contenía el llamado ‘soporte-i’, de 400 créditos. El soporte-i era una pieza de hardware estándar, la base principal del ordenador, el aparato sin el que nada funcionaba. Al soporte-i se conectaban todo tipo de complementos y periféricos en diferentes puertos de conexión, desde memoria RAM hasta los discos de almacenamiento, pasando por todo tipo de lectores y grabadores de soportes de memoria, y también los periféricos esenciales, tales como impresoras y escáneres, cámaras de fotografía y video, reproductores multimedia o dispositivos de juegos y, por supuesto, teclado y ratón. Los soportes-i de los diferentes fabricantes seguían un estándar y, por lo general, resultaban totalmente compatibles con la gran mayoría de dispositivos del mercado, además de funcionar también como fuente de alimentación, de manera que sólo había que conectar un cable a la corriente eléctrica, e incluso llevaban integrado el adaptador de red y un pequeño sistema de altavoces. El estándar actual, el IS2.05, llevaba vigente los últimos ocho años, y por lo que parecía, resultaba poco probable que fuese a ser cambiado en toda la siguiente década. La idea era que un mismo soporte-i era capaz de trabajar con infinitas combinaciones de componentes, independientemente de la potencia de estos, lo cual facilitaba sobremanera el antaño costoso proceso de comprar y montar un ordenador a partir de piezas de hardware adquiridas por separado.

El resto de cajas contenían diferentes componentes básicos para el soporte-i, entre ellos, dos placas de diez gigabytes de memoria RAM, una unidad de almacenamiento extraíble de quince terabytes de capacidad, un procesador de doble núcleo G10, y un lector-grabador Samman con soporte para los cinco formatos estándares de tarjetas de memoria del momento. En total, 750 créditos. Por último, desempaquetó también un teclado y un ratón inalámbricos, y una conf-camera bastante sencilla y económica: los tres periféricos le habían costado 200 créditos. Ya estaba todo.

X se puso de nuevo de pie, notando una punzada de dolor en la espalda causada por el rato que llevaba sentado en el suelo e inclinado hacia delante, pero hizo caso omiso de la molestia. Recogió el monitor del suelo y lo llevó hasta el destartalado escritorio que se encontraba empotrado contra la pared del fondo de la habitación. A continuación volvió para recoger el soporte-i con una mano, llevando en otra la pequeña maraña de cables incluidos. En un tercer y último viaje, X cargó con los diferentes componentes y periféricos que quedaban en el suelo. Acopló el procesador y las dos placas de memoria, que se colocaban en la parte plana superior del soporte-i; realizó las conexiones necesarias para el lector de tarjetas y el disco de memoria mediante sus correspondientes cables, que se enchufaban en el frontal; por último conectó el receptor inalámbrico de teclado-ratón, con un simple clic, en el lateral izquierdo. Ya solo quedaban tres cables. La conexión de la pantalla RLD, el cable de red para la conexión al servicio WiRed, y, por último, el cable de alimentación, que conectó a la toma de la corriente eléctrica.

Y ya había terminado. El montaje del sistema, incluso siendo un completo inexperto como él, no le había ocupado más de cinco minutos de su tiempo. Ahora solo tenía que pulsar el botón de encendido. Estaba a un dedo de distancia de conocer exactamente cómo y cuánto había cambiado su mundo. No, un segundo. X dio media vuelta y se dirigió de nuevo hacia el sofá. Metió la mano en su mochila, rebuscando, hasta que dio con una última caja. Allí estaba la otra pieza clave. El sistema operativo. Al contrario que en 2015, cuando los sistemas operativos eran sencillos programas de software que se descargaban de Internet o bien se compraban en soportes ópticos, en 2040 las cosas eran radicalmente distintas. Para empezar, los sistemas operativos -o SOs- se comercializaban en forma de periféricos, es decir, piezas de hardware externas, lo cual, por un lado, facilitaba las actualizaciones que fuesen necesarias y, por otro, evitaba la piratería, resultando casi imposible crear una copia del hardware exacto de un SO. El mercado ya no estaba dominado por un par de grandes empresas que se repartían el total de usuarios. En lugar de eso, diferentes estudios de software intercambiaban ideas y licencias para mejorar sus versiones de los sistemas operativos. De una misma empresa podían encontrarse hasta cinco versiones distintas del mismo sistema operativo, orientadas a diferentes sectores profesionales o privados, según las necesidades de software requeridas.

En el caso de X, el vendedor de informática le había obsequiado al final de la compra con el sistema operativo NaviOSbasic 5.1, la última versión de la edición sencilla de NaviOS, uno de los sistemas de mayor calidad y estabilidad del momento. Desempaquetó el aparato, que presentaba el tamaño aproximado de aquellas prehistóricas cintas de cassette que alguna vez había visto de pequeño, preciadas posesiones de sus padres, carentes de valor físico para ellos pero, al parecer, importantes en un sentido sentimental. La parte inferior estaba formada por un conjunto de pequeñas placas metálicas rectangulares, que en contacto con los receptores del soporte-i, permitían el funcionamiento del SO, mientras que en la parte superior se veía serigrafiado el logotipo de NaviOS con una pequeña inscripción justo debajo que rezaba “basic”, así como una pequeña pantalla LCD que en ese momento, lógicamente, se encontraba apagada. X se acercó al escritorio, y encajó el SO en la ranura del soporte-i destinada para ello. Ahora sí.

X se sentó en la silla, encendió el monitor, y, nervioso, pulsó un pequeño botón redondo en el soporte-i con el clásico símbolo de encendido-apagado. Inmediatamente, la pantalla RLD se encendió, dejando apenas entrever una serie de comandos parpadeando a una enorme velocidad en la parte inferior. El texto aparecía en blanco sobre un borroso rectángulo negro, ocupando una parte minúscula de la pantalla, mientras que el resto de la superficie continuaba perfectamente transparente. Esto duró apenas un segundo, pues justo después apareció el logotipo del sistema operativo, durante un instante –el tiempo justo para leer el nombre- para luego dejar paso al interfaz de usuario. En total, el proceso de arranque del sistema había tardado unos cuatro o cinco segundos, nunca más de eso. X se quedó mirando la pantalla, boquiabierto, pero no era la tremenda velocidad del sistema lo que llamaba su atención, o no solo eso. El interfaz de usuario mostraba una barra superior con unos pocos enlaces a opciones de configuración, y cuatro iconos estaban organizados verticalmente en el extremo izquierdo de la pantalla. Pero X tampoco estaba fijándose en eso. Lo que había atrapado su atención era el fondo de la pantalla, aquello que había detrás de la barra superior y los iconos.

Atrás habían quedado los fondos de pantalla de bonitos paisajes o figuras geométricas imposibles. Lo que la pantalla mostraba era aquello que había detrás de ella, deformándose en un movimiento continuo. El fondo de pantalla no era ninguna imagen. El fondo de pantalla era una cascada de agua a través de la cual se veía la realidad, todo lo que había más allá del ordenador. X no pudo mas que empezar a reír, y pronto levantó la pantalla con sus brazos, moviéndola a su alrededor para ver toda su habitación a través de ella. Cuando se calmó, volvió a colocar el monitor en su sitio, pero seguía sin poder definir lo que acababa de sentir. Al ver aquella pequeña maravilla, X supo que había sido sólo entonces cuando de verdad había comprendido lo mucho que todo había cambiado.

domingo, abril 03, 2005

Fase 03 - De la Nueva Era Informática

El mundo había cambiado tanto que X era completamente incapaz de reconocerlo. Se esforzaba por no aceptarlo, por creer que en cualquier momento todo volvería a ser como antes, pero lo que X no podía entender era el hecho de que veinticinco años son veinticinco años, y duran exactamente lo mismo para una persona que para el resto del planeta. Y eso era mucho tiempo. Mientras X observaba atónito los diferentes artilugios que poblaban las estanterías de la tienda de informática, el vendedor que instantes antes le había prestado ayuda enumeraba ahora una gran cantidad de fabulosas características del aparato que sostenía en sus manos, fuese cual fuese. Y, entre tanto, no dejaba de mascar chicle, lo cual, unido a la incomprensible nueva jerga informática, le hacía a X aún más difícil el entender una sola palabra.

-Cállese.
-¿Perdón?
-Que se calle. No me estoy enterando absolutamente de nada. Y me gustaría saber lo que voy a comprar. Un cliente informado es un cliente satisfecho. Y no creo que un cliente insatisfecho vaya a volver por su tienda. Así que haga el favor de empezar de nuevo desde el principio, pero ahora quítese ese chicle de la boca, hable más despacio y permítame consultarle mis dudas. Empiece por explicarme qué carajos es esa pantalla que tiene en el escaparate.
-Oh, claro… de acuerdo… disculpe- el vendedor escupió el chicle en una papelera cercana. –Veamos, ¿se refiere a las pantallas RLD?
-Sí, supongo que me refiero a eso, porque no tengo ni idea de qué es una pantalla RLD-. X estaba empezando a ponerse de mal humor ante el comportamiento del vendedor, que no daba crédito a lo que le estaba sucediendo. ¿Cuántas veces podía entrar en la tienda un hombre adulto que no tuviese absolutamente ninguna idea sobre informática?
-Bien, partamos de la idea de que usted no sabe nada, absolutamente nada sobre informática ni nuevas tecnologías, ¿de acuerdo? ¿Estoy en lo correcto?
-Sí y no. No exactamente. Yo sabía mucho más de informática y nuevas tecnologías de lo que sabe usted ahora mismo… en mis tiempos-. El vendedor sonrió.
-Bueno, y, si no es mucha indiscreción… ¿Cuáles fueron sus tiempos?
-2015. No he visto ni tocado un ordenador desde entonces.
-Vaya… otro que se asustó con lo del Necronomicón. Pues créame, hace bien en volver a acercarse a este mundo. Han sido veinticinco años, que se dice pronto, pero ya sabe, esto es como ir en bicicleta. En el fondo, uno lo lleva siempre dentro.
-Bueno, parece que la informática sí que ha cambiado estos veinticinco años. Su analogía, en realidad, equivaldría a estar 25 años sin montar en bicicleta y luego tener que aprender a conducir un automóvil. No, creo que su ejemplo no me sirve. Volvamos a la pantalla.
-Usted manda. Vamos a ver…

»Pantalla RLD, Reflected-Light Display. Supongo que sentirá curiosidad por saber cómo funciona, ¿me equivoco? Veamos, como puede ver, la pantalla esta compuesta de tres partes bien diferenciadas. La más importante, la pantalla propiamente dicha: se trata de una fina lámina de cristal transparente, de nueve milímetros de grosor, para ser más exactos. Y en realidad no es una sola lámina, sino que se trata de dos. Las dos láminas están separadas por aproximadamente un milímetro, y entre ambas se encuentra una sustancia líquida, cuyo nombre no es relevante y, sinceramente, tampoco lo conozco.

»Las otras dos partes del monitor son, como puede ver, dos bandas de aluminio que cubren los bordes superior e inferior de la pantalla. Ambas están unidas por un delgado cable que, si se fija, podrá ver en el borde derecho del display. La banda de aluminio superior consta de un sistema de iluminación que envía la luz directamente hacia abajo, atravesando la placa de cristal. La banda de aluminio inferior está dotada de un emisor que puede sincronizarse con la pantalla. La cuestión es que el emisor puede desplazar a la vez enormes cantidades de las moléculas que componen la sustancia líquida que hay entre ambas láminas de cristal.

»Ahora llega la verdadera explicación. La idea básica es que el ordenador codifica la imagen que debe visualizarse, y ésta es analizada por la pantalla. Entonces, el emisor de la banda inferior sincroniza las moléculas que hay en el interior de la lámina de cristal. Estas moléculas se orientan en el espacio mientras, a su vez, la banda superior emite la luz. Las moléculas de la pantalla rotan sobre sí mismas, reflejando la luz emitida en distintos ángulos, generando distintos colores, y provocando así la sensación final de una imagen en color en la pantalla.

»Como comprenderá, la tecnología RLD está a años luz de las pantallas de LCD que se utilizaban en 2015. Estas pantallas no entienden de píxeles, ni les importa la cantidad de colores que se puedan mostrar: pueden mostrar cualquier color. Al tratarse de reflejos de luz a nivel molecular, nos hallamos ante una resolución de pantalla que puede ser, para entendernos, prácticamente infinita, o, al menos, muy superior a lo que el ojo humano es capaz de captar. En realidad, el emisor que dicta las posiciones de las moléculas sólo especifica una cierta cantidad de puntos en el plano de la pantalla, cuyo equivalente en resolución sería de aproximadamente, y en el peor de los casos, de 18.200x11.100 píxeles. A su lado, resoluciones estándar de los monitores LCD de su época, como 3.840x3072 píxeles, resultan francamente ridículas.

»Aun así, hay una enorme cantidad de moléculas entre cada uno de los puntos geométricos dictados por el emisor. Lo que hace la pantalla es orientar esas moléculas ‘sobrantes’ en posiciones intermedias entre los dos puntos geométricos más cercanos. Para que lo entienda, significa que los colores se ‘funden’, en lugar de tener fronteras delimitadas entre unos píxeles y otros, como ocurría con las LCD. ¿No le parece una maravilla?«

X, tras atender la explicación, no podía salir de su asombro. No podía creer aquello que acababa de escuchar y que estaba viendo con sus propios ojos. Se trataba de una broma. Eso era ciencia-ficción.

-Lo que me acaba de describir es… No puedo creerlo. Es imposible.
-Lo era, amigo. Pero ya no estamos en 2015. Esto es 2040. La informática evoluciona con rapidez, y no le importa que usted se baje del carro. Eso se llama progreso.
-Bueno, me temo que algo así será bastante caro. No creo que pueda permitírmelo. ¿No tienen otro tipo de tecnología mas… obsoleta?
-Oh, venga, esto es el estándar. No existe ningún ordenador que no use pantalla RLD. Y no, no es cara. Una pantalla como esta que ve aquí, de 19 pulgadas en formato panorámico puede costar fácilmente 700 créditos. Es una verdadera ganga.

X tuvo que calcular mentalmente. Incluso la economía había cambiado. Por lo que él recordaba, en 2015, en la economía mundial el poder se lo repartían el dólar americano, el euro y el yen japonés, con un ligero dominio de este último, recuperado tras la recesión que caracterizó la economía japonesa durante el cambio de siglo. Pero la llegada del Necronomicón supuso un duro golpe para la economía mundial, y el llamado Cambio de Orden que sucedió a escala planetaria desembocó, entre otras cosas, en la creación de una moneda única, cuya unidad, en un alarde de originalidad, fue bautizada como crédito. Por lo que X tenía entendido, el sueldo medio de un trabajador en 2040 era de aproximadamente 4.200 créditos netos al mes. Una pantalla de ordenador de 700 créditos era una inversión considerable, pero ni mucho menos prohibitiva. El vendedor no estaba tratando de tomarle el pelo, y X suspiró, agotado por el esfuerzo mental que acababa de realizar. En contra de lo que solía decirse, la generación de los informáticos estaba compuesta de ineptos con una mínima capacidad de cálculo mental.

Sin embargo, la compleja explicación del funcionamiento de una pantalla RLD despertó el voraz apetito de información tecnológica que tanto tiempo había permanecido dormido en X. Durante los siguientes noventa minutos, X escuchó atentamente todo lo que el vendedor tenía que explicarle acerca de la nueva era en la que la informática había entrado tras la llegada del Necronomicón. Tras el desastre, todos los sistemas, aparatos e incluso lenguajes informáticos se desarrollaron de nuevo, partiendo de cero, tomando leves referencias a antiguas ideas, pero, por regla general, creando una ciencia informática completamente revolucionaria y que poco o nada tenía que ver con lo que se conocía hasta 2015. Todo esto ocurrió bajo la supervisión de la Unión Digital, un conjunto de programadores, técnicos y especialistas informáticos de diversos ámbitos y de todas las partes del mundo que se organizaron espontáneamente para reparar el daño causado por el virus. Un trabajo en equipo a nivel planetario basado en ideas como el famoso código libre, pero a su vez bajo una completa supervisión anónima dedicada exclusivamente al progreso y a la prevención de una nueva catástrofe informática.

Y ahora, por fin, las piezas comenzaban a encajar. Aquello era una minúscula parte de un puzzle enorme, pero X podía comenzar a hacerse a la idea de qué había sucedido esos últimos veinticinco años. La Unión Digital. Un trabajo altruista y compenetrado a lo largo y ancho del mundo. Especialistas anónimos colaborando por el bien de la comunidad informática. Y, ante todo, un control absoluto sobre toda la red, dedicado exclusivamente al progreso y a la prevención.

Sí, claro.

sábado, abril 02, 2005

Fase 02 - De los Antiguos Recuerdos

Las dos figuras estaban sentadas la una frente a la otra. La luz, que llegaba hasta ellas desde un punto indeterminado, difuminaba la escena. Sólo podían distinguirse dos siluetas negras, sentadas en sendas sillas, envueltas en penumbra a excepción del lejano foco. La imagen, a primera vista, provocaba desasosiego en uno, pero también, a su vez, armonía. Porque ambos contornos estaban exactamente el uno en frente del otro, en idéntica posición, con la excepción de sus piernas. Mientras que la figura de la izquierda tenía las piernas recogidas debajo de la silla, la de la derecha las tenía extendidas hacia delante. Este esquema visual daba sensación de equilibrio, de simetría, y, al mismo tiempo, de sometimiento, de desigualdad. Toda una metáfora de la contradicción, y siempre una imagen llena de magia.

La silueta de la izquierda, la de las piernas recogidas, incorporó el torso, separándose del respaldo de la silla, mientras inclinaba la cabeza hacia abajo. La postura de escucha se convertía ahora en postura de reflexión. Instantes después, su cabeza volvió a elevarse, estableciendo, o eso parecía, un contacto visual directo con la figura de la derecha. Se disponía a hablar.

-Eso que has dicho…- siguió una pausa. –No puedo creerlo.
-Crees en cosas más inverosímiles- contestó la voz de una mujer, que se correspondía con la figura de la derecha, piernas extendidas, actitud desafiante.
-No tiene nada que ver. En absoluto, nada que ver.
-Creía que me apoyarías- contestó la voz femenina.
-Es una locura. Una completa locura. No cuentes conmigo- la silueta de la izquierda, cuya voz correspondía a un hombre ya entrado en años, se puso de pie con calma, casi con lentitud, para, a continuación, dirigirse con parsimonia hacia la parte derecha de la imagen. Se detuvo a la altura de la mujer, y puso una mano sobre el hombro de ella. –No cuentes conmigo- repitió. Y desapareció por la parte derecha de la imagen. Al mismo tiempo, La silueta de la mujer se puso de pie con un gesto ágil, y, con grandes zancadas, desapareció por la parte izquierda.

-¿Le interesa?- preguntó una voz a su espalda. X se sobresaltó. Se hallaba completamente absorto en la imagen que mostraba aquella pantalla. Después de tanto tiempo… volvía a ver aquella secuencia. Las sombras, uno de los momentos cumbre. Un comienzo intenso. X ni siquiera se dio cuenta, al principio, de las características de la pantalla. Se trataba de algo extraordinario, muy distinto al estúpido monitor del viejo ordenador que había tenido veinticinco años atrás. Esta pantalla era, en realidad, una fina lámina de algún material similar al cristal. Tendría un grosor de apenas un centímetro, quizá menos. Tanto en su borde superior como en el inferior, la pantalla estaba protegida por una banda de un material de apariencia metálica. De la banda inferior surgía, además, un estilizado soporte con el que la pantalla se apoyaba sobre la estantería.
-¿Perdón?- se disculpó X.
-Le preguntaba que si le interesa. La pantalla, claro, no la película. Esa puede encontrarla en cualquier videoteca. Es todo un clásico. ¿Está interesado en la pantalla? Eso es lo que le preguntaba-. El vendedor sonrió, tratando de resultar amable ante un posible cliente. X dudó unos instantes antes de responder.
-De hecho… sí, creo que sí. En realidad estoy buscando un equipo completo. Supongo que podrá ayudarme.
-En efecto, yo soy su hombre. Acompáñeme al interior, por favor-. El vendedor le guiñó un ojo al tiempo que masticaba un chicle con un exagerado movimiento de mandíbula. Al menos los vendedores no han cambiado en todo este tiempo, X sonrió para sus adentros.

X se encontraba en plena calle, paseando, cuando se encontró con aquella secuencia en una pantalla que se exponía en un escaparate de una tienda de informática. Y, al ver a las dos siluetas sentadas, enfrentándose, en medio de la oscuridad, Le invadió una sensación de nostalgia que le dejó pegado en la acera. No fue consciente, pero se había pasado los últimos diez minutos con la cara embobada mirando fijamente lo que sucedía en la pantalla. En realidad, al estar dentro de un escaparate de cristal blindado –que, además, probablemente estaría relleno de alguna clase de micro-fibra de aleación de titanio-, resultaba imposible escuchar la conversación que las siluetas mantenían. Pero X recordaba perfectamente cada palabra, cada sonido, cada entonación asignada a cada línea del guión. Hubo un tiempo en el que se sabía de memoria toda la película, que duraba nada menos que dos horas y quince minutos. Hubo un tiempo en que era un apasionado del cine. Pero desde aquello habían pasado veinticinco años. Toda una vida.

Y de pronto, contemplando aquellas imágenes, le acudió todo a la memoria, como una avalancha. Su película favorita. No era la mejor película de la historia, ni había ganado ningún Oscar de la Academia, ni los puristas críticos de la época la habían valorado positivamente. Pero eso no importaba, porque se trataba de su película favorita. Con el título de Thicca, cuando se estrenó en los cines, el viernes nueve de abril de 2010, X, entonces con diez años, faltó a sus clases para poder hacer cola en la entrada de la sala donde se proyectaba. Thicca, en realidad, no batió récords de taquilla, y X se pasó la mayor parte del día sólo, sentado en la puerta del cine, hasta que a menos de una hora de que comenzase la proyección comenzaron a llegar algunas personas. Pero, con el tiempo, la película se convirtió en un clásico del cine de ciencia-ficción, siendo considerada por algunos como uno de los mejores títulos de la historia del género, junto con otros exponentes como 2001: A Space Odyssey, Blade Runner, la primera entrega de The Matrix o City Of Spares. Estas dos últimas provocaron diversas opiniones, pero para X se trataba de auténticos clásicos. Sin embargo, Thicca iba aún mas allá, convirtiéndose en un referente, un ideal, una manera de vivir. Durante los siguientes cinco años, Thicca se convirtió en su película.

Todo aquello resultaba ahora tan lejano, tres décadas atrás en el tiempo, que X no pudo más que sonreír. Sin embargo, ver aquellas imágenes en la pantalla le había provocado una sensación que hacía mucho tiempo que no sentía. Ilusión, vida, X se había emocionado por primera vez en los últimos veinticinco años. Volvía a ser humano. Aquél uno de junio de 2040 fue un viernes cualquiera más para el resto de la humanidad, pero para X se convirtió en el día en que volvió a sentirse como una persona real. Y no era poco. Volvía a estar vivo, a ser parte del mundo. Thicca había vuelto a dar sentido a su vida, como lo hiciese tantos años atrás. Y, en el fondo, X sabía que no se trataba más que de una simple película ideada por alguien tan perdido como él mismo y con dudoso talento artístico. Pero era su película. El mundo había cambiado tanto en los últimos veinticinco años, y, sin embargo, él, un hombre de cuarenta años, seguía siendo el mismo niño de diez años que se emocionaba ante la estremecedora oscuridad de una destartalada sala de cine. Como en aquella sala de cine, el sonido del proyector tableteando volvía a provocarle la segregación de adrenalina, y X volvía de nuevo a sentir ese cosquilleo en su interior. Pero el vendedor ya había entrado en la tienda de informática, y X debía seguirle al interior. Su nuevo ordenador le esperaba, flamante, guardado en una caja dentro de un polvoriento almacén. Se sintió como cuando trasteaba con su vieja computadora hace veinticinco años, y entró en la tienda dando saltos como un niño. Uno de junio de 2040… X recordaría ese día.

viernes, abril 01, 2005

Fase 01 - De la Liberación del Necronomicón

Todo ocurrió en 2015. Bueno, se podría decir que todo terminó en aquél momento. O que todo comenzó entonces. Eso sólo depende del punto de vista. Lo que no cambia es el hecho de que el once de enero de 2015 ha pasado a la historia como el día del Necronomicón. Dicho nombre no hace referencia al Libro de los Nombres Muertos surgido de la imaginación de Howard Phillips Lovercraft, sino al virus informático más devastador de la historia. Un programa de tal repercusión que sumió a la humanidad en un caos instantáneo y sacudió los cimientos de la sociedad de la información. Mucho han cambiado los conceptos de la informática desde entonces, si bien es cierto que gran parte de esos cambios ocurrieron precisamente a raíz de dicho virus.

Comenzó con un suave murmullo, pero pronto se extendió irrefrenablemente por todo el planeta y escasas horas después era muy poca la gente que, por unos motivos u otros, no se había visto afectada. El Necro cuenta en su haber con una buena colección de nada desdeñables récords. Se estima, por ejemplo, que el tiempo transcurrido entre la liberación en la red del virus y la situación de emergencia a escala planetaria fue de unas seis horas, cantidad que oscila entre las cuatro y media y las nueve según la fuente consultada. Aún hoy son demasiado imprecisas las estimaciones que intentan aproximar las pérdidas económicas que supuso el desastre. Pese a que sólo han pasado veinticinco años desde aquél día, en realidad no se saben a ciencia cierta la mayoría de los datos que circulan sobre ello. Su radio de acción se estima en la completa inutilización de aproximadamente un 80% de los equipos informáticos conectados a Internet de todo el planeta. Y no una inutilización que pudiese solucionarse con un formateo y una reinstalación del correspondiente sistema operativo, no. Los ordenadores infectados por el virus no volvieron a funcionar nunca. Hay unas cuantas preguntas que los informáticos siguen haciéndose acerca del Necro. Entre ellas, el cómo un programa de software fue capaz de dañar irremediablemente todo tipo de piezas de hardware sigue encabezando la lista. Muchos creen que nunca se encontrará una respuesta, otros dicen que las grandes empresas fabricantes de la industria informática se valieron del pánico de los clientes para venderles productos nuevos cuando, en realidad, los viejos sí tendrían arreglo. Lo cierto es que esto es algo que nunca se sabrá, porque, desde entonces, aún no se ha encontrado en ningún lugar el archivo original del virus. No existe ninguna copia de éste, y puesto que tampoco se ha conseguido obtener información alguna de los ordenadores infectados, no se sabe absolutamente nada del Necronomicón en sí. Todos estos interrogantes contribuyeron, a medida que pasaba el tiempo y la fecha clave iba resultando más lejana, a la creación del mito. Hoy es imposible determinar a ciencia cierta cómo sucedió todo, pero todo el mundo conoce la leyenda.

El reloj digital que había en la mesa del escritorio marcaba las 12:03 del mediodía. Domingo, once de enero de 2015. El día de su cumpleaños. Vincent cumplía sus 15 años del mismo modo que había venido haciéndolo los anteriores: delante de su ordenador. Giró la cabeza para dedicarle un vistazo al exterior. Hacía un buen día para ser invierno. El sol había encontrado un par de huecos entre las nubes por donde llegar hasta el suelo, que aún seguía mojado por las recientes lluvias. La ciudad estaba abarrotada: el ruido del tráfico se mezclaba con el murmullo de los transeúntes que corrían ajetreadamente de un lado a otro de la ciudad, cargados con bolsas y con el paraguas en la mano. Vio las copas de los árboles del parque que había dos manzanas mas allá. Desde su situación, no alcanzaba a ver el suelo, pero se imaginaba el lugar lleno de gente mayor sentada en bancos, y perros corriendo por la hierba, dejando su rastro allí donde podían hasta que no les quedase en su interior más rastro que dejar. De pronto se escucharon los pitidos de unos cuantos coches. Probablemente alguien había cruzado la calle con el semáforo en rojo. Pero el escándalo duró más de la cuenta: debía haberse formado un atasco, lo cual no era especialmente extraño a aquellas horas. Vincent, ligeramente cansado tras haber pasado toda la noche despierto delante de su ordenador, se levantó tambaleándose hasta la ventana, que estaba abierta unos pocos centímetros, y la cerró. Desanduvo el camino y volvió a sentase en su silla de escritorio negra, cuyas ruedas estaban poco menos que inutilizables. Como tantas otras veces, tuvo que levantarla del suelo para colocarla mejor, ya que hacía tiempo que había dejado de rodar. Se giró levemente para coger un refresco de la pequeña nevera que tenía al lado del escritorio, y luego se acomodó en la silla. Abrió la lata y dio un largo y reconfortante sorbo: de nuevo frente a la pantalla.

Minimizó todas las ventanas con un clic de ratón para buscar en su escritorio el icono del RBMessenger, uno de los clientes de mensajería más populares del último año, programado por una de las empresas de software alternativo más reconocidas por los usuarios, y un verdadero terror para las multinacionales de la informática. Ella estaba conectada. Vincent no tuvo tiempo de acercar el puntero a su nombre cuando ella ya le había abierto una ventana de conversación.

Piedraluna dice:
Ey! Felicidades! Cómo te va?
Geeker dice:
Hola… bien…
Geeker dice:
Mira, ahora no tengo tiempo. Hazme un favor, quieres?
Piedraluna dice:
Claro, dime. Hoy, lo que sea. Es tu cumpleaños!
Geeker dice:
Necesito que apagues tu ordenador. Ahora. Apaga tu ordenador y desconéctalo de Internet, por si acaso. Lo mejor sería que lo desenchufases también. Desconecta de tu ordenador todos los cables que tenga, vale? Y mejor aún si no sales de casa. Al menos de momento.
Piedraluna dice:
Qué? De qué estas hablando?
Geeker dice:
Sólo hazlo, por favor.
Piedraluna dice:
En serio, qué pasa? Va a pasar algo?
Geeker dice:
Por favor.
Piedraluna dice:

Piedraluna dice:
Está bien. Lo haré. Pero espero que no te pases. La última vez me asustase.
Geeker dice:
… tranquila. Todo está controlado. Solo haz lo que te he dicho.
Piedraluna dice:
Está bien… lo haré. Cuándo podré conectarme de nuevo? Y cuándo hablaremos?
Geeker dice:
No lo sé. Ya lo verás. Hasta luego.
Piedraluna dice:
Adiós.

Vincent cerró la ventana, y luego todos los programas. Encendió un cigarrillo y le dio un par de caladas. Durante unos minutos, fue alternando sorbos del refresco con caladas. Pasado un rato prudencial, confió en que ella hubiese hecho lo que le había pedido. Apuró el último trago, dio una última calada que consumió ya parte del filtro, y apagó el cigarro contra el cenicero. Cogió el ratón y abrió rápidamente una serie de ventanas, accediendo a través de directorios ocultos e introduciendo contraseñas. Finalmente llegó al archivo, llamado nuevo.txt. Con un doble clic, cambió su extensión para convertirlo en nuevo.zip. Descomprimió el archivo, teniendo que introducir una contraseña más. Allí estaba: necro.jpg. Pero no era un archivo jpg. Cambió también la extensión de este archivo, pero para ello necesitó otra contraseña. Al fin estaba allí, el trabajo de sus últimos tres años. Necro.exe. Su gran obra. Primero grabó el archivo en un CD-R, que se metió en el bolsillo. Ahora sí. Ejecutó el programa. La imagen de la pantalla comenzó a parpadear, y Vincent aprovechó el momento para sacar otro cigarrillo y encendérselo. Al tiempo que dejaba el mechero sobre el escritorio, la pantalla del ordenador se quedó en negro. Pronto, su ordenador quedaría completamente inutilizable. Un pequeño sacrificio por un bien mayor. Mientras el interior de la máquina rugía tímidamente, Vincent se levantó y se acercó a la ventana con el cigarro en la boca. Aspiró el humo hasta lo más hondo de sus pulmones, y luego cogió el cigarro con la mano. Uno. Dos. Tres. En medio del atasco, todos los semáforos se apagaron de pronto. Su obra ya estaba comenzando a trabajar. Cuatro, cinco, seis. Manzana a manzana, barrio a barrio, las ventanas iluminadas, los escaparates llamativos, los carteles de luces de neón, fueron apagándose desde el horizonte. Casi creyó que podía escuchar los golpes de la corriente eléctrica retirándose. Se giró para mirar su ordenador, con la pantalla aún negra, pero con las indicaciones luminosas parpadeando. De pronto, se apagaron todas. Y su equipo de música. Y su despertador. Ya estaba. El Necronomicón estaba en el aire. Conociendo el mundo. A estas alturas, ya debía haber llegado a, cuanto menos, dos o tres países vecinos. En las próximas horas, conquistaría el planeta. Siete, ocho, nueve. La Nueva Era acababa de empezar.

Primera Iteración: ERIN

"Cuando el sistema objeto de estudio es sencillo y estable, sólo se puede esperar que derive en complejidad e intestabilidad"
Sax Russell

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